El payaso disolvente
Cartelera Turia
Justo Serna
Cuando éramos niños, cuando apenas podíamos entender el mundo que nos rodeaba, sus personajes, parodias e imitaciones nos aliviaban.
Nos quitaban una pesada carga: justamente la de hacerse cargo del mundo adulto. Sus gansadas nos divertían de lo lindo y con ello nos permitían restar gravedad a las cosas o a las amenazas.
Al interpretar sus papeles, Jerry Lewis era aparentemente el individuo más tonto, más que cualquiera de nosotros. O era el más inocente, tan inocente, que bordeaba la malicia o la perversidad involuntaria, pues siempre causaba estragos.
Eso creíamos: que era el tonto del bote. Y así nos sentíamos exculpados de nuestras necedades o inseguridades.
Yo, por ejemplo, no sabía que las actuaciones de Jerry Lewis eran papeles. A la edad de ocho, nueve o diez años creía que el cómico era exactamente así.
¿Cómo?¿Quién? Pues la pareja algo bobalicona del crooner Dean Martin; o el alumno aventajado de Frank Tashlin; o el amigo simpático del guionista Bill Richmond.
Sin picardía alguna, yo pensaba que Lewis era tan zote como aparentaba. ¿Tan zote? Sus películas eran un lenitivo y esas historias y esos gags le quitaban hierro a la decepción o al desconcierto de la vida corriente.
Cuando años después, ya adolescente, descubrí que Cartelera Turia lo tenía en el Olimpo del Cine me sentí feliz: me sentí miembro de una cofradía adulta que idolatraba a Jerry, la misma hermandad a la que también pertenecía Cahiers du Cinema.
¿Cómo era posible tal cosa? ¿Sesudos cineastas que adoran a un payaso? ¿No nos habían dicho que la vida iba en serio?
La comedia es arte mayor y arte disolvente, una técnica y una composición de cuerpo y gesto, de movimiento y pensamiento, de sentido y sinsentido.
Nos tomamos como un paliativo que alguien, con virtuosismo y humorismo, se ría de lo grave, de lo severo. Un tipo, mohíno o jovial, se explica torpemente: como un humano limitado, como un bufón empeñoso.
Ése es Lewis.
Bromea o se lamenta, hace chanzas, exagera dolores y aspavientos, se expresa con muecas y, de paso, hace suyo cuando puede o le dejan un discurso estrafalario, irracional, con dobles sentidos, con malentendidos: literalmente, el absurdo.
Ése es Jerry.
Interpretó, escribió, dirigió, produjo y supo enaltecer al bufón en la época del cómic y la tele, del cine y la comedia en vivo. En los años cincuenta y sesenta, principalmente. Lo fue todo y lo hizo todo.
Con inocencia ácida o con malicia, Jerry bromeaba sobre el modo de vida americano, se guaseaba de la fuerza bruta y de la ostentación, de la arrogancia de los magnates, de la cobardía de los mediocres, de un orden siempre a punto de quebrarse.
Se desdoblaba encarnando a personajes ruidosos o mudos, simples y bonachones, frágiles, capaces de provocar con sus torpezas, descuidos u osadías los mayores cataclismos. Se multiplicó. Fue prolífico.
Le debemos una abundante demografía de personajes inadaptados o perturbados, siempre entrañables, que gesticulan: tipos que son, sólo aparentemente, mequetrefes o petimetres. Era de origen judío y superaba el metro ochenta.
Creaba, componía historias, gags, escenas, secuencias y episodios de una América opulenta y trastornada. La de los cincuenta y sesenta.
El payaso hacía muecas y hacía reír, tenía lapsus o tropezaba, hablaba con dificultad o simplemente no hablaba (como sus ídolos y predecesores del cine mudo).
Pero sobre todo el cómico Jerry aguzaba y aún aguza nuestra percepción: nada es obvio, nada se sostiene, nada es estable.
No te dejes impresionar. Jamás existió la evidencia aplastante de las cosas.