Mary Shelley y Frankenstein

Miércoles, 1 de agosto, día del espectador. Tuve la suerte de acudir con unos amigos a una sala cinematográfica para ver Mary Shelley (2018). Está dirigida por Haifaa al-Mansour con guión de Emma Jensen.

Se le podrá poner alguna pega o algún pero. Nada grave. El film expone con belleza formal y con tensión moral el avatar de la creación, el destino de una mujer que no se resigna, la angustia de un ser precisamente distinto. Muestra también el aislamiento, el desamparo y hasta el peso del pecado.

Estas palabras que ahora escribo y siguen son fruto de la conversación con mis amigos, pero este texto no es una reseña de la película. Punto y aparte.

A comienzos del siglo XIX, Mary Wollstonecraft Godwin y Percey B. Shelly quisieron vivir libres, radicales: con la poesía o la escritura como fórmula de expresión y de sublimación. Con un amor no bendecido o reconocido por Iglesias o notarios. Fueron pobres y soñadores y vivieron afrontando la libertad, la contradicción y la culpa.

Mary dio muestras sobradas de genialidad. Fue hija de genios y compañera de un genio. El genio es quien bordea la insania más creativa y exaltada, aquel loco que con vehemencia se afirma frente a lo obvio u obligado, frente a la rutina de las artes, del pensamiento.

Esa actividad requiere algo más, mucho más, que una habilidad técnica. Esas creaciones expresan algún aspecto esencial de la condición humana.

Por eso, quienes son capaces de captar el sentido o de formular la pregunta o de materializar en una obra simbólica o trascendente dicha actividad son calificados de genios. Se alzan por encima del vulgo, de la corriente dominante. Eso mismo lo hizo Mary Shelly a la edad de dieciocho años con Frankenstein o el moderno Prometeo (1818).

No es fácil ser una mujer intempestiva: implica literalmente ser de otro tiempo, ir contra el tiempo, oponerse al curso de esa o aquella corriente, enfrentarse a sevicia de los varones. Quien así obra se siente a disgusto con su época, incluso ajeno a sus contemporáneos.

Hay en ella, en Mary, algo que la enajena hasta la estricta perturbación; algo que la incomoda y que la hace distanciarse de sus coetáneos o del sentido común de su época. La persona que está poseída por el genio suele carecer de sentido común…, si por tal entendemos una cierta falta de sentido práctico y un repudio de las verdades comúnmente aceptadas.

Eso no significa necesariamente que viva en permanente estado de excitación y de oposición. Significa que, cuando crea, crea bajo influencia, crea sometida a las convulsiones de un alma adelantada o atrasada: en todo caso, ajena a las evidencias del sentido común.

Y, por eso, se resiste a ser arrastrada por la corriente, a ser identificada como una más, como un epígono: tiene voz propia.

La creatividad y la creación se ajustan en principio a las reglas que dicta este o aquel género, esas normas o hábitos establecidos que permiten fijar una comunicación fluida con los espectadores. ‘Frankenstein’ será una novela: por un lado asume la tradición epistolar; pero por otro hace hablar a un ser repugnante, a un monstruo, el epítome del desamparo.

Mary Shelley se vale de referencias conocidas y reconocidas, respetadas, para reducir deliberadamente el campo de su producción y para facilitar el acto de comprensión del público. Pero quien tiene genio se entromete y se compromete más allá. Emplea la tradición, los géneros o las obras para trascender ese punto de partida, que es el punto de llegada de la historia y sus corrientes.

Quedarse atado a lo pretérito es negar la vida, sostenía Friedrich Nietzsche en una de sus ‘Consideraciones intempestivas’. El auténtico creador sabe que no hay repeticiones históricas, que la mera reiteración impide la producción de arte, de belleza, de inquietud.

Mary Shelly tendrá siempre un fondo metafísico, una hondura reflexiva y cognitiva y tendrá preocupación escatológica por el devenir de la humanidad, sí, pero sobre todo por la persona aislada, sola y hasta monstruosa: como la mujer indómita de su tiempo.

Quien hace arte no puede quedarse en los logros de los antepasados: el genio no es un epígono de los grandes hombres muertos no cose, recose o remienda los trozos ya usados. Hace algo nuevo.

Hay cosas que los antecesores de otros tiempos no pudieron averiguar, circunstancias que les limitaban y de las que eran desconocedores. Como sucede siempre: a todos nos toca vivir tiempos de incertidumbre. Y Mary Shelley y su compañero eran unos pioneros, unos adelantados de difícil encaje.

Se alejan del común gracias a una gran perspicacia o inteligencia, a un empeño incluso loco por analizar o expresar las cosas, que están o se ven y aquellas otras que aún no se han materializado.

Por ser ciertamente originales, no es raro que sean malinterpretados o que reciban el repudio de sus contemporáneos.

Las vidas de los grandes creadores no son exactamente cómodas ni apacibles. En algún caso, su oposición a la sociedad les lleva al retiro misántropo, a la soledad del cenobita que se aparta del mundo, al límite, al delirio incluso…

Cada época nos impone unas claves de percepción y de actuación, modos de percibir y de elegir. Si captamos esos códigos, los marcos de un tiempo que son en parte herencia y en parte logro contemporáneo, entonces vivimos aceptablemente, instalados en una sociedad que no nos expulsa y de la que nos sentimos copartícipes, aun cuando esa integración pasable no nos procure toda la felicidad o todo el bienestar que ambicionamos.

Somos la mayoría, el vulgo, quienes actuamos así: no desmentimos grandemente lo que hemos recibido y aquella cultura que nos ha formado la actualizamos, la ponemos en práctica con eficacia, obediencia o miedo.

Cuando esto lo hacemos, decimos que obramos con sentido común. Actuar así es respetar las evidencias de tu tiempo, gracias a la socialización en la que hemos madurado. Como antes indicaba, el sentido común es eso precisamente: un repertorio de evidencias que no se cuestionan porque han funcionado, porque siguen funcionando.

Mejor adaptarse, incluso poniéndose una venda en los ojos para no distinguir lo arbitrario o lo discutible o lo criminal. Los genios cultivan distintos saberes o artes, son competentes en diferentes disciplinas, desde la biología hasta la filología, desde la neurología hasta la filosofía.

Pero esos conocimientos en los que fueron educados no les bastan y así rebasan los límites académicos, el puro sentido común. Los genios piensan de otro modo al ser humano corriente, al menos cuando emprenden ciertas actividades. Pero sobre todo se arriesgan con creaciones, teorías o ideaciones más o menos fundamentadas o documentadas, tesis o historias que se expresan, además, con un nuevo lenguaje.

Es decir, no sólo repiensan lo obvio, sino que, además, proponen nuevos objetos, temas inauditos que invalidan explicaciones comúnmente aceptadas. Eso, justamente eso, lo hizo una muchacha de dieciocho años. Con coraje, con exaltación, con una obra sublime: Frankenstein o el moderno Prometeo.

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