Uno. En España estamos en campaña electoral. Lo digo por si alguien cree que aún no hemos empezado. Llevamos tantos meses de confrontación y malas palabras que uno puede pensar que hace mucho que comenzó.
O, por el contrario, puede pensar que estamos todavía en la antesala. Pues no. Estamos en campaña. Y éste es el momento que algunas personas faltonas aprovechan para expresarse con furia y ruido.
No vi el debate televisivo celebrado la noche del 16 de abril en RTVE. Era una liza entre los distintos partidos, entre los representantes de los diferentes partidos. Los de segunda. Los grandes varones se reservan para mejores ocasiones.
Mientras se desarrollaba el debate, yo estaba a otra cosa, lo admito. Estaba entreteniéndome con un capítulo de la serie The Man in the High Castle. Una distopía inquietante basada en una novela de Philip K. Dick.
No digo esto con arrogancia ni con suficiencia. Lo digo porque mi siquiera me había enterado de que el debate se iba a celebrar. Estoy en las nubes.
Cuando, al día siguiente, ya el 17, tuve la oportunidad de ver algunos instantes o momentos de la discusión, quedé debidamente impresionado.
Quedé estupefacto por el tono y las maneras de Cayetana Álvarez de Toledo, la candidata al Congreso de los Diputados del Partido Popular por Barcelona. O no tan estupefacto. Bien mirado, no había nada nuevo en su comportamiento.
Hasta hace poco, yo desconocía quién era esta señora. Entono, pues, el mea culpa. Ignorar a una ‘celebrity’ aristocrática, marquesa o así, me hace más plebeyo. Como más ordinario, ¿no?
La señora Álvarez de Toledo es, ademas, colega mía. Es historiadora, es graduada, es doctora. Eso sí: es políglota, goza de tres nacionalidades y, para colmo, es amiga de Arcadi Espada, virtudes o logros que la engalanan.
Yo también lo fui: digo que hace quince años fui amigo circunstancial de Espada… hasta que dejamos de serlo. Se volvió amigo de Jiménez Losantos y perdió la chaveta, víctima del pujolismo.
O sea, que a doña Cayetana y a mí nos unen muchas cosas. ¿Quién me lo iba a decir? Pero yo lo ignoraba todo de ella.
A la señora Álvarez de Toledo la descubrí hace un par de Navidades, justo cuando tuvo su momento de gloria. Lo recordarán: era con motivo de un tweet lunático en el que condenaba a la alcaldesa de Madrid.
”No te lo perdonaré, jamás, Manuela Carmena”. Su enunciando era así o algo así. No sé: en todo caso era algo relacionado con la cabalgata de Reyes Magos.
¿Los Reyes Magos no eran los padres? En fin, perdonen este spoiler. Vuelvo…
Vuelvo a doña Cayetana. Si no me equivoco, además de sus títulos nobiliarios y académicos, la señora Álvarez de Toledo se vale de otros oficios viles y mecánicos para tener un buen pasar: es periodista o al menos ejerce de tal en algún medio de comunicación.
Si no yerro, entrevista a personajes de postín para ‘El Mundo‘. Algunas de esas entrevistas las he leído y en efecto pude confirmar en ella, en su escritura, un cierto tono soberbio, entre altanero y suficiente.
Me refiero, claro, a la entrevistadora. Se arrogaba un protagonismo que no le correspondía y además asentía, subrayaba, corroboraba o matizaba lo que el interlocutor se atrevía a afirmar en su presencia. Punto y aparte.
Dos. Ya sabemos que a nadie hay que juzgarlo por su físico, por su cuerpo, por su indumentaria. Hemos de acarrear con un esqueleto y sus rellenos, y esto es lo que hay. Arremeter contra el organismo de un ser vivo está feo.
Pero, al observar a doña Cayetana Álvarez de Toledo, incurro en conducta punible: me abandono al tópico. A cierta edad, ya lo sabemos, uno es responsable de la cara que tiene. Y eso me digo al contemplar su afilado rostro.
Por eso admito que el físico y la cara de doña Cayetana me sorprenden y hasta me incomodan. Lamento decirlo y sé que se me afeará este juicio, pero no puedo dejar de confesar mi estricto desagrado o hasta mi repugnancia.
Su físico, que sufre desproporciones evidentes y una delgadez preocupante, parece aquejado o arruinado por el envaramiento. Muy tieso.Y su cara es un rictus permanente, pues apenas esboza alguna sonrisa. Como mucho, en un renuncio, podremos descubrirle un mohín de sarcasmo.
Toda ella, toda Cayetana, aparece nimbada por un aura de crispación, por una irritación inespecífica. Por una mala leche, que diría el castizo.
Nos mira con condescendencia. ¿Con altura de miras? No, nos mira desde la altura, que es distinto. Está soberbia cuando así nos escruta, al modo en que una marquesa de antaño podía mirar a los plebeyos.
Es una réplica de don José María Aznar, el Aznar que odia las cobardías y el entreguismo, ese Aznar dispuesto a todo. Me explico para acabar…
En El abuso del mal (2006), el filósofo norteamericano Richard J. Bernstein analizaba la deriva de la derecha norteamericana de las últimas décadas.
En concreto examinaba la radicalización de la política institucional, una política tradicionalmente moderada que ahora se vería afectada por una nueva religiosidad, por una nueva espectacularidad y por una patología.
¿A qué patología me refiero? A la del liderazgo enfático y escénico, basado en principios maniqueos, de ríspido moralismo, encarnado por una coalición de populismo blanco con magnates wasp.
El liderazgo enfático es una idea interesante que parece moderna o recientísima. Bien mirado, lo del hiperliderazgo podemos remontarlo a otros tiempos igualmente sombríos.
Con esa fórmula, Bernstein hacía referencia a la exaltación de las dotes de mando, al gobierno desacomplejado, a la incorrección política de las derechas ultras y credencialistas, hartas al parecer de años de contención, de igualdad y de derechos, de discriminaciones positivas y políticas de identidad.
Han pasado trece años de esa temprana y perspicaz radiografía. El grave defecto que en sus páginas diagnosticaba Bernstein se ha extendido y universalizado.
La aristocracia española está atenta. Los plebeyos estamos a cubierto.