La propaganda. Manual de supervivencia comunicativa

¿Qué es la propaganda? En primer lugar aclaremos algo obvio, pero que conviene recordar. Éstas son lecciones muy básicas por las que pido disculpas.

Primero. Deberíamos distinguir entre publicidad y propaganda. La publicidad es siempre mensaje comercial, un aviso mercantil.

Es un texto, es una imagen y es un reclamo que se utilizan para vender un producto, para difundir un género.

La propaganda está pensada también para difundir: propiamente para propagar. En origen, la voz propaganda tiene un sentido religioso católico: una congregación para la propagación de la fe.

La propaganda implica carencia y creencia: un vacío se rellena con la fe y la convicción.

Andando el tiempo y sobre todo en el siglo XX, propaganda se asocia a lo político, al género político que, como una mercancía más, habría que difundir.

Por tanto, en sentido actual aquello que se difunde mediante la propaganda es un mensaje político.

Y el mensaje (como el aviso comercial) sirve básicamente:

—para convencer con verdades, con medias verdades o con falsedades;

—para convencer por fuerza visual, gestual o verbal de una representación;

—para convencer a la fuerza, con miedos o intimidaciones;

—para convencer con sutileza o con artificios e incluso con malas artes, nombrando deseos, identificando enemigos, etcétera.

La propaganda está concebida para persuadir, no para razonar o provocar la reflexión. Está concebida para entretener a unas audiencias, a unas masas.

Esas multitudes están deseosas de recibir mensajes que en forma de eslóganes o consignas confirmen sus ideas preconcebidas, sus prejuicios, sus estereotipos. Además se saben acompañadas.

Una campaña eficaz de propaganda convence a las masas de que un ideario, un plan o un proyecto han de aprobarse sin más, sin resistencia, sin oposición, porque supuestamente esas metas se imponen por sí solas.

La propaganda persuade a una audiencia de que la idea, la decisión, la cosmovisión y la concepción políticas que se defienden son no sólo necesarias, sino también deseables, beneficiosas para las propias masas, multitudes o muchedumbres a las que se dirige el mensaje.

La idea de propaganda es siempre la de una representación en parte real y en parte ficticia de cosas y sentimientos (deseos, expectativas o miedos) que experimentamos y nos interesan.

O de cosas y sentimientos que no nos concernían y de cosas y sentimientos que no nos interesaban, pero que finalmente nos preocupan.

La propaganda, la propaganda política necesita, por supuesto, de medios de comunicación que difundan esos mensajes.

Pero necesita, además, de medios de comunicación que transmitan no sólo la literalidad de un mensaje (que se entienda), sino también el significado concreto con el que hay que interpretar mensaje.

En la propaganda política no se le pide al oyente al espectador o al destinatario que reflexione, que analice, que realice estudios, que examine los contenidos y programas y los posibles efectos del mensaje.

En realidad, en la propaganda política lo que se persigue es provocar un efecto sin reflexión ceñuda o sesuda, una consecuencia que es a la vez anuencia, refuerzo.

No se trata de descubrir qué es lo que se nos quiere decir, sino de captar a la primera y sin mayor cogitación o averiguación aquello que se nos quiere transmitir y aquello con lo que se nos quiere convencer.

La meta de la propaganda es llegar al mayor número posible de destinatarios, economizando recursos y ahormando voluntades.

Es tratar de manera desigual al diferente y es tratar de manera igualitaria a los distintos. Ambas metas no están reñidas.

Es distinguir individuos a los que singularmente dirigirse para después armonizar, unificar tipos diversos, convertidos ahora en públicos homogéneos a partir de ideas o voces simples, esquemáticas, ideas o voces que explicarían el orden, el desorden del mundo, el pasado, el presente y el porvenir.

O, en otros términos, el significado que el público ha de interpretar y el sentido de la realidad que la multitud ha aplicar.

Hasta cierto punto podríamos decir que la propaganda es algo así como un narcótico, un tóxico que bien administrado aturde, pues deja sin defensas a quien escucha.

Sin embargo los destinatarios no están inermes, o al menos no están completamente inermes ante la propaganda, pues cada uno de nosotros puede rechazar, admitir, convenir o mostrarse indiferente ante los mensajes que nos llegan.

Tenemos una cultura propia, tenemos una sociabilidad propia, tenemos unas defensas propias que no se pierden ni se debilitan siempre y en todo momento. Ahora bien, la insistencia rebaja nuestras defensas.

La propaganda no es, por fuerza, una falsedad o un repertorio de falsedades. Los propagandistas informan. De aquella manera, pero informan…

Los sistemas políticos, los partidos, los regímenes necesitan de la propaganda precisamente para poder transmitir ideas comunes, para poder persuadir a un número ingente de personas diferentes, haciéndolas creer y haciéndolas ver que en efecto son copartícipes de esos idearios compartidos.

La propaganda política se basa en una evidencia: hay abundantísima información acerca del mundo y de lo que pasa, y hay medios de comunicación que la trasmiten.

En principio tantas noticias, noticias tan abundantes, provocan caos cognitivo, desconcierto y desazón entre los destinatarios.

Éstos, los destinatarios, aceptamos básicamente los mensajes y los mecanismos de la propaganda porque los propagandistas nos ahorran esfuerzos a la hora de calcular, sopesar, evaluar y corroborar la verdad y calidad de la información. O la veracidad de los programas.

Permanezcamos atentos.

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