Veo por quinta vez la película Mientras dure la guerra (2019), de Alejandro Amenábar.
El episodio principal que el film recrea es bien conocido: son los últimos meses de vida del filósofo Miguel de Unamuno en Salamanca, de cuya Universidad era rector. Me refiero a las semanas que transcurren entre julio y octubre de 1936.
Unamuno morirá en diciembre de ese mismo año: el corazón ya no podrá resistir más tras unos achaques invencibles.
Pero su fallecimiento no es sólo un asunto de enfermedad, de patología cardiovascular. Esa muerte y la angustia que la precede, esas semanas anteriores, serán agónicas. En un sentido literal y metafórico.
Unamuno, que ha destacado durante años, por su oposición a Alfonso XIII, por su resistencia al dictador Primo de Rivera y por su afinidad y simpatía republicanas, es ahora un intelectual a la deriva.
Cree que el país se despeña. Cree que la República, sacudida por los extremos, ha decepcionado sus expectativas y, por ello mismo, cree que es saludable un pronunciamiento militar. Al viejo modo español.
Cree, en efecto, que se trata de un alzamiento del Ejército, una dictadura de breve duración (al modo Romano), que tiene por objeto poner orden en el desorden, poner concierto en el desconcierto. Y lo aclara en alguna entrevista que concede por entonces:
“En este momento crítico por el que atraviesa España, es indispensable que me ponga junto a los militares. Son ellos los únicos que nos devolverán el orden, porque tienen el sentido de la disciplina y lo saben imponer.
No preste atención a lo que se dice de mí: no me he convertido en un hombre de derechas, me he traicionado a la libertad.
Pero de inmediato es urgente instaurar el orden. Verá como dentro de un tiempo, y esto no será dentro de mucho, seré el primero en reemprender la lucha por la libertad. No soy ni fascista, ni bolchevique.
Soy solamente un solitario.”
Unamuno, tan perspicaz, tan clarividente, para observar el mundo interior y exterior, para examinar la historia y sus rumbos, ahora se muestra escaso de luces. Vive un aturdimiento que con no pocos comparte.
Confunde sus deseos con la realidad. El golpe de Estado de 1936 no es un pronunciamiento militar clásico y menos aún cuando lo sigue una guerra civil.
El Alzamiento forma parte de los movimientos insurreccionales que por entonces se dan, contrarios a las instituciones democráticas. El levantamiento de una parte del Ejército es una militarada, pero es algo más.
Es una solución práctica e ideológica frente al sistema representativo y frente a los brotes de violencia revolucionaria. Es un instrumento de destrucción de las libertades y, por ello, forma parte del fascismo doctrinal y empírico que triunfa entre tantos fanáticos y entre ciertas élites europeas de entonces.
Pero Unamuno confía ciegamente en esos militares alzados. Los juzga como cristianos y como hombres de honor. Por ello, la violencia, la arbitrariedad, las crueldades, la falta de compasión no las concibe.
Por ello, su decepción es creciente, dolorosa y mayúscula. Le sorprenden la rudeza, la impiedad y el propio desorden y la propia muerte que esos militares han provocado.
Unamuno, tan valiente a lo largo de su vida intelectual, pública, tendrá un último y decisivo acto, pronunciándose corajudamente.
La película de Alejandro Amenábar es fruto de una exquisita ambientación histórica (el asesor del film fue Julián Casanova) y es fruto de una sensibilidad desgarrada. Nos sentimos solidarios con ese solitario, ese viejo achacoso que aún se alza para evitar la barbarie.
No podrá frenar lo que, desde el principio, es una sedición infame; no podrá achicar los males que el Ejército ocupante causa. Digo bien: ocupante.
Las tropas llegan a Salamanca para hacerse con el territorio y para domar, sujetar o aplastar a los republicanos, a gentes civiles a las que llamarán insurrectos.
Sigo leyendo y releyendo libros de y sobre Unamuno. Retomo con especial cariño Vida de don Quijote y Sancho (1904). Sigo con Jean-Claude y Colette Rabaté, con Juan Marichal, con Severiano Delgado Cruz, etcétera.
Un placer agónico…
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Retrato de Unamuno realizado por Manuel Vázquez Díaz, 1936 Colección Museo Reina Sofía.
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