Cuando se acercan estas fechas casi resulta inevitable. Y reiterativo. Es como una condena que cumplo con fatal puntualidad.
Dedico unos minutos o unas horas de mi tiempo al General Franco, al Caudillo de mi infancia y adolescencia.
No sé si se acuerdan.
Para los más jóvenes: me refiero a aquel abuelo mandamás y feroz, a aquel dictador que hacia los años sesenta había abandonado el uniforme por el terno civil.
Se presentaba así ante las cámaras de televisión, de la televisión: como eso, como un abuelo, como un viejecito que decía estar preocupado.
Siempre nos amonestaba y nos advertía. Él permanecía vigilante y preocupado, eso afirmaban sus corifeos: vigilante por sus hijos y nietos, por esa España que había gobernado con mano firme durante tantos años.
Al parecer no se nos podía dejar solos. Por el pronto cainita de los compatriotas y por la conspiración judeomasónica que amenazaba nuestro bienestar. Él, pues, permanecía vigilante y preocupado, ya digo.
Con mano firme, más o menos firme, de cirujano de hierro. Y ahí estaba: un mandamás que había implantado un régimen personal aupado y auxiliado por una coalición reaccionaria.
Según digo, a Francisco Franco Bahamonde aún lo veo, se me aparece de cuando en cuando, y lo leo. Lo leo y lo recuerdo con repeluzno, sabiendo que su presencia sólo es pasajera y espectral. ¿Pasajera?
En cuanto repase el último libro que se le dedica, la última novedad, le perderé de vista, me digo. Este dictador no merece mi atención, me insisto.
Pero no: sé que caeré en otra ocasión, en otra tentación, cada vez que una novedad editorial me reclame y me despierte un interés histórico o morboso.
O cada vez que en librerías de viejo me haga —y finalmente me hago— con sus vetustos volúmenes. Este año me he puesto las botas.
Son libros firmados por el Caudillo y que recogen algún diario, alguna novela, discursos, artículos bajo seudónimo, sobre el comunismo, la masonería, etcétera.
Conforman un ideario de raigambre reaccionaria, de un fascismo tosco, de un conservadurismo recio y rancio sin ningún atisbo liberal.
Esos escritos conforman una concepción militar de la patria, una noción castrense de la vida. Conforman, en fin, una cosmogonía tridentina, de una religiosidad militante.
Lecturas edificantes. Entretenimiento y espanto garantizados.
Y ahí lo veo y lo leo de cuerpo entero y más bien enteco. Hoy, ya el 20-N, he querido tenerlo precisamente presente. De cuerpo presente.
Yo no olvido. Acaso por mi pronto rencoroso? No, no. Es por prescripción facultativa. Lo leo por sabia recomendación. Resulta terapéutico mantenerlo inerte.
Ahí lo dejo.
——
Ilustraciones: Antonio Barroso