A comienzos de los años setenta, yo cursaba el bachillerato elemental. Era uno más de entre miles de escolares. Éramos escolares, sí, y sobre todo muy elementales.
Apenas conocíamos el mundo y lo poco que sabíamos de su constitución y marcha era escaso, pues nuestras fuentes de información no eran nada fiables.
Eso, sin embargo, lo ignorábamos. Vivíamos en la inopia. Yo, al menos, sí.
Sin más, yo me creeía o me habían hecho creer un hombrecito y un bachiller. Con cierto orgullo… maltrecho. Entre otras razones porque me decían que debía sentirme tales cosas a la fuerza. Incluso a hostias.
Hombrecito —debía sentirme hombrecito— por la salida inesperada del vello púbico. Inesperada para mí. Adiós, pues, al bozo infantil. Comenzaba la pelambre del pecado.
¿Y bachiller? Ser tal cosa, nos decían, te confiere estatus. Ya podía y debían tratarme de Don.
Por esas fechas estudiaba en un colegio de curas. No diré cuál, que no quiero multiplicar un rencor justificado. Los docentes de aquel centro eran sacerdotes y laicos.
En toda historia de bachilleres, como en cualquier relato de formación, siempre hay un profesor terrorífico. En mi caso hubo varios, uno con sotana, otro con ‘clergyman’ y un tercero vestido de civil.
De los tres, el más temible era el último, el paisano. Impartía matemáticas así como física y química. Era un afamado catedrático de instituto que hacía doble jornada.
De conducta atrabiliaria, normalmente se comportaba como una fiera. Imagino que se juzgaría con mayor benevolencia y amor: se creería un fiera.
Lucía un bigote muy recio, muy masculino, que probablemente compensaba su inevitable alopecia.
Vestía trajes de alpaca, que por aquellas fechas eran el colmo de la elegancia. Aunque nada elegante era su tripa, de la que hacía ostentación. No era un Adonis, ciertamente, pero se creía el mismísimo Brummel. Beau Brummel.
Yo era el novato, el recién llegado, y seguramente el muchachito más miedoso y melancólico.
Teníamos clase con nuestro profesor, el de los ternos de alpaca, después de comer, tras un almuerzo –el suyo– que imaginábamos copioso y bien regado.
Pilotaba, porque era exactamente eso lo que hacía: pilotaba un Mini de los años sesenta o de comienzos de los setenta, lo que desentonaba con su indumentaria de señor severo.
Al llegar a la puerta del recinto, que ganaba a toda velocidad, accionaba los frenos con brusquedad, provocando un gemido de neumáticos.
Subía al aula y mientras dormitaba echado sobre la mesa nos mandaba resolver problemas en la pizarra. Uno a uno, con pánico, íbamos saliendo al encerado.
Por regla general, el profesor gritaba, enfurecido, después de unos segundos de atención, para regresar a su duermevela intermitente.
Cuando le irritaba nuestra supina ignorancia –pues eso decía: ignorancia supina— golpeaba como un poseso las paredes, unos tabiques que se resentían.
Por supuesto nos atemorizaba y nos humillaba a mamporros, lanzándonos tizas, borradores y miradas homicidas.
Por descontado había un momento en que su paciencia se agotaba, tal era nuestra incompetencia. Entonces, el catedrático nos vejaba con toda clase de ofensas: entre otras, con sofisticados insultos cuyo significado por aquellas fechas aprendí.
Si la cosa pasaba a mayores, nos descalificaba con una violencia verbal inusitada, despachándonos sin más como zoquetes empalagosos.
Variedad léxica no nos faltaba, la verdad. Y un miedo muy didáctico, con algún capón y no pocos bofetones.
Al rememorar esto siempre me acuerdo de Ricardo Moreno Castillo, que es o era hasta su jubilación un profesor de matemáticas, como mi docente de alpaca.
Moreno Castillo es autor de varios ensayos. Desde hace años se bate en una cruzada antipedagógica, deplorando el estado del mundo.
Entre otras obras dignas de celebridad, hay precisamente un Panfleto antipedagógico. Ahora ha publicado un nuevo volumen en el que lanza su jeremiada contra la deriva de los tiempos.
Hace unos años tuve alguna polémica pública con él: era y creo que sigue siendo un gran defensor de la hostia oportuna. De la oportunidad de la hostia.
En mi primaria y secundaria recibí hostias literales y metafóricas. Y ello no me hizo mejor persona, tal era el fuste torcido de mis faltas, ensoñaciones y perezas.
No sé si debo preciarme de haber tenido una educación algo asalvajada. A esa edad tan tierna no me enderezaron. Eso sí: consiguieron hacer de mí un voluntarioso autodidacta.