Verano del 93 o 92, no recuerdo bien. O quizá del 94. Tampoco quiero ser preciso.

Yo apenas sobrepasaba los 33 o 34 años. Era un jovenzuelo, pero carecía de toda inclinación balompédica o cualquier instinto futbolero.

Era un jovenzuelo, pero carecía de toda inclinación balompédica o cualquier instinto futbolero.

Aquella tarde estival me encontraba viendo el partido de fútbol que enfrentaba al combinado español con la Squadra Azzurra.

Era una tarde la mar de entrañable. Mi suegro apreciaba la cháchara que yo le daba así como mi compañía.

Él era el que más interesado estaba en ese partido. Yo lo acompañaba y lo escuchaba, ya digo. Con mucha atención.

Me complacía entretenerlo, pues me agradaba su conversación y, además, ya estaba malito.

Entablar una charla con él era un gesto y un gusto. Yo atendía y él, simpáticamente, remataba sus sentencias llamándome ‘Justet’.

Recuerdo que aquella tarde hablamos de todo o casi todo lo humano. Mientras, con regular interés y semiatención, seguíamos el avance de España, dicho así, con mayúscula.

La cosa iba bien o aceptablemente bien, con alguna inquietud, hasta que en un determinado momento todo se torció.

Mi suegro enmudeció.

En un choque poco limpio y hasta inelegante, Mauro Tassotti había propinado un codazo a Luis Enrique, que por entonces bregaba como jugador de la Selección.

De las narices del jugador español habían comenzado manar dos chorros de sangre. Si no me equivoco el árbitro no penalizó con la máxima sanción este gesto sucio, primitivo.

Mi suegro y yo comenzamos a afearles la conducta a ambos: a Tassotti y a ese árbitro. Con mucho aspaviento, con desgarro.

Nunca olvidaré ese codazo, pero sobre todo jamás olvidaré la charla interrumpida, la última tarde de felicidad que ambos compartimos antes de que la enfermedad lo derribara.