Por qué adoro a los espías

Por razones que no acierto a explicarme llevo semanas (o ya meses) leyendo sin parar libros sobre espías. O documentándome con películas sobre dicha actividad.

Más concretamente, devoro uno tras otro volúmenes sobre el espionaje y el contraespionaje. Y no dejo de ver todo documental accesible sobre agentes de Inteligencia.

Algunas de esas obras las tenía en casa, como, por ejemplo, el libro que Miranda Carter dedicara a Anthony Blunt.


Photo by © Hulton-Deutsch Collection/CORBIS/Corbis via Getty Images)

Otras son nuevas, recientes o no tan recientes: los libros referidos a Richard Sorge, a Agente Sonya, a Guy Burgess, etcétera.

Y otras obras las he adquirido en librerías de viejo. Son memorias de espías de mucho renombre: entre otros, Kim Philby o Juan Pujol, alias Garbo.

Al repasar mi biblioteca, precisamente me sorprende la cantidad de volúmenes que había reunido y ahora he ampliado sobre espías. Ese acopio no ha acabado.

La lectura de estos libros, adquiridos con secreto afán a lo largo de los años, con frecuencia la había retrasado. Las urgencias académicas me hacían postergarla.

Ahora, liberado de otros compromisos, me entrego con desenfreno a esta literatura trepidante.

Con estos volúmenes sobre espías no me refiero a novelas o ficciones: por ejemplo, del admirado John le Carré, que en su momento he frecuentado y ahora aún frecuento.

No.

Lo que en esta circunstancia me atrae compulsivamente son obras de investigación, de historia, dedicadas a las grandes figuras de la inteligencia y contrainteligencia clásicas.

Algunos ya los he mencionado. Aludo, por tanto, a agentes del MI5, del MI6, del NKVD, del KGB, de la CIA, del Mossad, etcétera.

Y, en fin, aludo, entre otros muchos, a tipos como Richard Sorge, Juan Pujol alias Garbo, Agente Sonya, Kim Philby, Anthony Blunt, Guy Burgess, Oleg Gordievski.

Debo mucho, entre otros, a Ben Macintyre, a Nigel West, a Miranda Carter.

¿Por qué siento esta fascinación por los espías, una extraña fascinación, antigua y ahora revivida?

En los personajes del agente, del doble agente, en las actividades del espionaje, del contraespionaje, me alejo de mis intereses universitarios. Es un alivio para el espíritu. Y un alivio frente a la prosa encorsetada.

Observen al azar qué descripción realiza Ben Macintyre de un espía que protagoniza de uno de sus libros:

“Vestía de un modo que él consideraba elegancia sobria, con las patillas teñidas, y el pelo parcialmente peinado con raya en medio y engominado. Tocaba el violín y coleccionaba porcelana antigua. Con cuarenta y tres años, el comandante Emile Kliemann era vanidoso, romántico, inteligente, asombrosamente perezoso y sistemáticamente impuntual”.

Great!

Pero hay algo más importante: estos libros y documentos me desvelan numerosos matices contradictorios de la conducta humana, incluso superpuestos en la misma persona.

Me refiero al héroe, al patriota, al traidor, al villano, al ayudante, al observador, al especialista, al disciplinado, al mundano, al amoral, al inmoral, al dueño del secreto, al mentiroso, al impostor.

Etcétera, etcétera.

Estas y otras figuras me hacen preguntarme sobre la naturaleza humana, ya digo. Y me sacan de mi ensimismamiento.

Vicariamente acumulo experiencias que jamás podría tener. Y, sobre todo, me hacen sentir un extraña cercanía a personajes que en principio no me conciernen, con los que no comparto nada.

O eso creo.

Y este festín o vicio que me traigo con los espías no ha acabado. Seguiré informando…

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