David Bowie. A propósito de ‘Moonage Daydream’

Vemos una película documental sobre David Bowie, Moonage Daydream (2022), de Brett Morgen. De las cuatro personas que acudimos, sólo una es fan incondicional. De entrada, al menos.

Tras el film, quedamos aturdidos por los decibelios. Pero, sobre todo, por la habilidad del montaje, de los cortes musicales, del relato cinematográfico, del collage.

Por supuesto, la película contiene numerosas informaciones biográficas, no pocas piezas de su autoría e imágenes ya vistas, aunque siempre sorprendentes. Pero es no es un biopic.

Lo vemos y después, tras el duradero aturdimiento, hablamos con admiración y fascinación.

¿De qué hablamos? ¿Hablamos del film sobre Bowie o sobre el muchacho nacido como David Robert Jones?

El sujeto es evanescente, se nos escurre cuando creemos saber quién es. En esta película, que tiene hilo conductor, no hay un individuo de una pieza al que podamos conocer.

Yo, al menos, no puedo. Las biografías, las varias biografías que están a nuestro alcance, nos permiten saber numerosas cosas de David Jones.

¿Y de Bowie? El film explota bien la evanescencia. No hay una imagen retenida, no hay un estilo musical mantenido. Hay una carrera interminable.

Y hay una locura que empieza como ambición personal de Davy Jones y que se consuma y prolonga con la trayectoria de Bowie y sus mutaciones.

Sabrá rehacerse, relanzarse.

Los jóvenes de los años setenta veíamos en él a un tipo ambiguo y corajudo, valiente, capaz de pensarse fuera de lugar.

Veíamos a un individuo capaz de concebirse como un perro o como un marciano, como un alienígena, como un alienista que diagnosticaba apocalípticamente los males de la humanidad.

Bowie es un personaje intermitente, un tipo que cambia, se metamorfosea, se disfraza, se camufla. Sólo podemos acercarnos a él con sacudidas y espasmos, que es lo que la película nos ofrece.

Sólo podemos rendirnos admirando, por ejemplo, ese cuerpo concebido como un lienzo, un lienzo móvil, con ligereza coreográfica.

Bowie es un hacha, permítaseme esto tan ordinario. Es un hacha, como el cuchillo del que toma su apellido artístico. Tiene mucho filo, muchos filos. Es alguien perseverante que avanza, que saja, que se abre camino entre la confusión y la maleza.

Porque, además, es alguien que se sabe dotado, alguien que de niño aprovechará el aliento y el apoyo de su padre, un tipo brillante, polifacético e interesado por las artes escénicas y musicales. Pero de esto último nada nos dice el film.

El hijo, futuro cantante como tantos otros en la Inglaterra de los sesenta, mostrará actitudes y aptitudes. Inquieto, entusiasta y temprano admirador de Elvis Presley, de Little Richard, querrá ser original.

Por supuesto adopta originariamente su indumentaria, su tupé, sus poses –de Elvis–, pero pronto iniciará su propia búsqueda, la de una identidad múltiple y reconocible. Primero será y vestirá como un mod para luego, a comienzos de los setenta, multiplicar su aspecto.

Querrá alejarse del hippismo y de la psicodelia, pronto adocenada, ese mundo alternativo que es dominante entre los jóvenes de finales de los sesenta. Pero el film es un viaje lisérgico.

Querrá hacer una música sólo en parte deudora del rock, algo gastado al acabar aquella década. Querrá mezclar el folk y el pop.

Querrá rodearse:

—de productores y compositores audaces, como Tony Visconti o Brian Eno;

—de músicos virtuosos, como Mick Robson o Carlos Alomar, entre otros muchos;

—o de mimos de gran teatralidad, como Lindsay Kemp, uno de sus maestros, alguien que le hará perder parte de su timidez y parte de sus rigideces, alguien que le enseñará la osadía del maquillaje.

Todo ello y todos ellos aparecen en el film, pero son sólo presencias fugaces.

David Robert Jones, nacido en un año tan duro como es el de 1947, será mucho más que un cantante de variados registros, un letrista de ingenio literario, o un compositor híbrido, fusional (rock, folk, pop, etcétera).

Será un fenómeno, cosa que la película muestra bien. ¿Fenómeno? ¿Esto qué significa?

Una estrella musical singular, un tipo que persevera con obsesión y hasta vesania para triunfar y mantenerse. Y Bowie será un fenómeno en el sentido de rareza, como una emanación excepcional e irrepetible de la cultura de masas.

Cuidará y presentará su imagen hasta la provocación y el desafío, mudará y modelará su aspecto, explotando indumentarias femeninas, andróginas, masculinas.

Concebirá y elaborará complejas dramatizaciones, un circo visual que en su primera época pasa pronto del mod al glam.

Escandalizará con sus tempranas revelaciones como gay declarado (a Melody Maker, en 1972), como bisexual, como empeñoso pansexual. Sin duda, esto lo atisbamos en el film.

¿Cómo se puede retener todo lo que una película puede mostrar? En el film veo al mejor artista: muy facundo y a la vez el montaje guarda silencios convenientes, pero no mentirosos.

Como alguna vez ya he dicho, a este artista hay que tomarlo en pequeñas dosis para que no se nos atragante. Y para que no nos aturda.

Defenderá el cuerpo, la jovialidad, el bienestar, la vida: frente a la historia, el pasado, la gloria de los antecesores, las deudas sociales. A la vez se infligirá todo tipo de daños hasta casi hundirse en la enfermedad y en la locura.

Hablará tempranamente del hombre de las estrellas, del superhombre, una figura fuerte que puede ser tomada como un líder carismático o como el individuo que no necesita nación.

Bowie querrá ser un tipo absolutamente libre y contradictorio (o así nos lo hace creer). Sus incongruencias nos incomodan. Sus aciertos nos abruman. ¿Qué aciertos?

Los aciertos posibles de Bowie son sus radicalidades. Incluso, su manierismo. Dirá muchas cosas, algunas ciertamente contradictorias y algunas que hoy aún nos asombran.

Él no querrá ser hijo de su tiempo, predecible e intercambiable: al principio, él querrá ir contra su tiempo. Al menos, cuando es un joven de treinta y tantos, cuarenta y tantos. Etcétera. Por eso se declarará intempestivo y jovial frente al orden, tan severo, tan gregario.

Criticará y violentará la moral, el pasado al que perteneceríamos y que nos ataría irreparablemente a los antecesores. No hay identidad que nos fuerce. ¿Por qué?

Porque no hay sentido que no dependa del artista, no hay una colectividad a la que sacrificarnos o que nos redima de nosotros mismos.

En cada acto, Bowie querrá redefinirse, designar la acción, reafirmándose frente a la rutina y los automatismos.

Por supuesto, de sus ideas, de sus canciones y de sus enormidades pueden derivarse algunas consecuencias tóxicas. Puro aturdimiento.

Pero, como antes decía, tomado en pequeños sorbos, Bowie tonifica, oxigena, singulariza y hace sentir que uno es algo: que lo que llaman vicios son virtudes, que nuestras renuncias son nuestros dolores, que la vida es autodeterminación y autogobierno… individuales.

Aunque no es perfecta, volveré a ver esta película. Bien pronto volveré a sumergirme en Moonage Daydream. Lo digo en futuro, como muchos de los tiempos verbales que aquí he empleado fatigosa, deliberadamente.

Bowie no es pasado. Ni siquiera ha pasado.


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Otras aproximaciones que he hecho a D.B.:

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