1. El ciudadano moral. Después de semanas y semanas de campaña electoral, leyendo eslóganes previsibles y oyendo una salmodia propagandística, hay que regresar a la gran literatura. Para sanarse de la actualidad especiosa, no hay nada como leer libros intempestivos, ajenos a nuestros días: libros inactuales que, sin embargo, son novedades de hoy, simplemente porque las editoriales los han rescatado para nosotros o, mejor, porque los editores los han compuesto para nuestro deleite y reflexión. Me refiero a Hermano Hitler y otros escritos sobre la cuestión judía, de Thomas Mann, y a Responsabilidad y juicio, de Hannah Arendt, dos volúmenes que sus autores no vieron en vida y que ahora aparecen como recopilaciones post mortem de artículos, de ensayos, de conferencias. ¿Hasta cuándo seguirán apareciendo textos y más textos de los grandes autores ya muertos? No es como en el caso de Fernando Pessoa, que dejó un baúl repleto de originales, de manuscritos, de inéditos que muchos años después colmarían los anaqueles de las librerías. Ahora mismo, por ejemplo, un amigo muy atento me ha regalado El regreso de los dioses, del escritor portugués: un libro que jamás existió pero que, según Ángel Crespo, Pessoa tenía como proyecto. El volumen está compuesto de esos fragmentos que presumiblemente debían haber servido para completar ese proyecto ideado. Libros de fragmentos, un verdadero género del siglo XX, de la modernidad troceada, una manera de rehacer los cachitos rotos del mundo a partir de las percepciones particulares, ocasionales, de los grandes autores.
Pero, en el caso de Mann y Arendt, no hay propiamente inéditos, originales desconocidos. Los textos reunidos son artículos conocidos, incluso muy conocidos, que ahora en su nueva compilación cobran un sentido distinto o refuerzan otros textos mayores de los autores. Hermano Hitler… podemos verlo como un libro hermano de Oíd, alemanes, del que hablé en la primera etapa de este blog: aquel libro que reunía aquellos discursos radiofónicos que Thomas Mann dirigiera contra Adolf Hitler desde la BBC. Por su parte, Responsabilidad y juicio es una secuela, si podemos decirlo así, de la gran obra de Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén, seguramente uno de las reflexiones más polémicas y debatidas del siglo XX. Por tanto, si las editoriales publican estos libros no es, desde luego, porque sean futuros best sellers (cosa improbable), sino porque completan y complementan esas obras mayores de clásicos del siglo XX.
No hemos conseguido quitarnos de encima la pasada centuria básicamente porque el totalitarismo (esa peculiaridad perversa del Novecientos) sigue exigiéndonos reflexión y atención. Permítanme el didactismo. El sistema totalitario no es una dictadura, no es ni siquiera una tiranía cruel. Es algo más: es la identificación completa del Estado con la sociedad civil y es la conversión de ciertos seres humanos en tipos superfluos. No es que el totalitarismo persiga sañudamente a sus enemigos (que también); no es que elimine a los adversarios (que también); no es que suprima cualquier forma de disidencia o controversia o conflicto (que también). Lo significativo del totalitarismo es que no se concibe nada sin el Estado: por eso, las instancias intermedias de la sociedad civil (los agregados o asociaciones de particulares) o son destruidas o son absolutamente controladas y dominadas por los hombres del partido único que representan al Estado. Lo definitivo del totalitarismo es que al individuo se le expropia su individualidad, su condición de ser moral: se piensa su vida como obediencia, es decir, se le fuerza a prestar su apoyo para poder sobrevivir o malvivir. Por eso, quienes no se oponen, no se excluyen de la organización o del sistema, devienen seres amorales. No se trata de que el individuo corriente deba convertirse en héroe o en santo, sino de que el humano ordinario ha de tratar de pensar por sí mismo. Aunque no se cometan crímenes, si se colabora, si se prospera bajo un régimen totalitario, anestesiando la conciencia, entonces uno sobrevive, sí, pero acompañado de un asesino. No basta con pretextar que uno sólo es o ha sido el engranaje sustituible de un sistema: uno siempre puede oponerse a la prosperidad o a los honores con que le tienta el régimen totalitario…
Thomas Mann y Hannah Arendt fueron dos centroeuropeos que se exiliaron, que se expatriaron, para finalmente afincarse en los Estado Unidos. Con el pensamiento y con la palabra fueron combatientes tenaces del nazismo y ambos encarnan algunas de las mejores tradiciones alemanas. ¿Qué tienen de común los libros que ahora se publican y leo? Como antes decía, son volúmenes hechos de trozos, obras compuestas con textos circunstanciales que, sin embargo, conservan toda su fuerza: aún nos interpelan precisamente porque son formas de pensamiento urgente en la circunstancia penosa que cada uno tuvo que enfrentar. Sin duda, el libro de Arendt tiene mayor vuelo teórico, como corresponde a una filósofa que reflexiona sobre la sociedad y la esfera pública. Los textos recopilados en Responsabilidad y juicio pertenecen a la última parte de su vida: es más, hay alguno de 1975, el año de su muerte. La obra de Mann reúne artículos anteriores, siendo los más numerosos aquellos que corresponden al período 1935-1945. A pesar de la distancia cronológica entre ambos y a pesar del distinto sentido que tienen, ¿hay algo que los relacione? No sólo el repudio del nazismo: lo que en ambos coincide es la pregunta por la condición moral del individuo.
Lo que ambos se preguntan una y otra vez es por la inacción de tantos y tantos compatriotas suyos que no hicieron nada por oponerse o por no facilitar el horror. Hitler, dice Mann, no es un monstruo ajeno a Alemania. Es, por el contrario, “un hermano… Un hermano un poco desagradable y bochornoso. Lo saca a uno de quicio. Sin duda, un pariente bastante embarazoso. Aun sí, no quiero cerrar los ojos ante la realidad de su existencia, pues, lo repito, mejor, más honesto, más alegre y más productivo que el odio es el reconocerse a sí mismo, la predisposición a fundirse con lo aborrecible, por mucho que eso pueda conllevar el riesgo moral de olvidar el no”. En realidad, hay que ver a Hitler como hermano porque nace de la sociedad germánica: un tipo que hace del resentimiento su combustible, sin que nadie pueda sentirse ajeno. “Nadie se libra de ocuparse de su turbia figura, algo que reside en la naturaleza burdamente efectista y amplificadora de la política, es decir, en el oficio que él resulta que ha escogido, y es bien sabido hasta qué punto se debe sólo a su incapacidad para dedicarse a cualquier otro. Tanto peor para nosotros y tanto peor para la indefensa Europa de hoy, que él”, concluye Mann, “salte de una victoria sobre la nada, sobre la más absoluta falta de resistencia, a la próxima”. Thomas Mann habla expresamente de “castración moral” de tanta gente corriente que pudo ver al dictador como un tipo nacido del pueblo aunque aparentemente dotado de virtudes que lo hacían carismático e irrepetible. Y es acerca de ese punto, acerca de la castración moral, sobre lo que Hannah Arendt dedica las páginas más enérgicas de su libro.
Cuando definimos la moral en términos de costumbres y hábitos, incluso como las costumbres y hábitos respetables, no estamos inmunizados contra el mal. Quienes se aferraron al orden moral respetable en la sociedad hitleriana sucumbieron fácilmente a la perversión: simplemente no tenían nada que preguntarse, pues lo correcto era seguir desempeñando las obligaciones de cada uno. Por el contrario, quienes no concibieron la moral como el orden imperante, quienes se preguntaron sobre lo que hacían, asumían la responsabilidad de sus actos y, por tanto, pudieron percibir en toda su cruel evidencia el efecto de la anestesia moral. Los grandes responsables del totalitarismo no son necesariamente unos tipos diabólicos, unos monstruos que padecerían todas las formas de patología. Lo terrible es que el Estado totalitario puede sostenerse en criminales corrientes y en ciudadanos que se apresuran a dejar de serlo, que procuran no interrogarse sobre lo que hacen y sobre las consecuencias de lo que hacen. Después, el pretexto habitual para exculparse sería el de… yo sólo era el engranaje prescindible, intercambiable, de un sistema que obligaba: si yo no lo hubiera hecho (con grave riesgo de mi vida), otros lo habrían hecho. Por tanto, resistir carecía de sentido. Como dice Arendt, quien arguye esto no se ha parado a pensar qué le habría sucedido a dicho sistema si muchos hubieran optado por no apoyar. No era obediencia, era apoyo. Había numerosas formas de no apoyar (y por tanto de no obedecer), pero para ello no había que ser un héroe: bastaba con no prosperar en la sociedad totalitaria.
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2. Scriptorium. Unas palabras procedentes de Eichmann en Jerusalen, de Hannah Arendt
–«Entonces, se produjo la última declaración de Eichmann: sus esperanzas de justicia habían quedado defraudadas; el tribunal no había creído sus palabras, pese a que él siempre hizo cuanto estuvo en su mano para decir la verdad. El tribunal no le había comprendido. Él jamás odió a los judíos, y nunca deseó la muerte de un ser humano. Su culpa provenía de la obediencia, y la obediencia es una virtud harto alabada. Los dirigentes nazis habían abusado de su bondad. Él no formaba parte de reducido círculo directivo, él era una víctima, y únicamente los dirigentes merecían el castigo (…). Eichman dijo: ‘No soy el monstruo en que pretendéis transformarme… soy la víctima de un engaño’…»
–«Lo más grave, en el caso Eichmann, era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas y de nuestros criterios morales, esta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas, por cuanto implicaba que este nuevo tipo de dlincuente (…) comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad».
–«No, Eichmann no era un estúpido. Únicamente la pura y simple irreflexión –que en modo alguno podemos equiparar a la estupidez– fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo. Y si bien esto merece ser clasificado como banalidad, e incluso puede parecer cómico, y ni siquiera con la mejor voluntad cabe atribuir a Eichmann diabólica profundidad, también es cierto que tampoco podemos decir que sea algo normal o común».
–«Debido a que la sociedad respetable había sucumbido, de una manera u otra, ante el poder de Hitler, las máximas morales determinantes del comportamiento social y los mandamientos religiosos —no matarás— que guían la conciencia habían desaparecido. Los pocos individuos que todavía sabían distinguir el bien del mal se guiaban solamente mediante su buen juicio, libremente ejercido, sin la ayuda de normas que pudieran aplicarse a los distintos casos particulares con que se enfrentaban».
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3. Otras lecturas de filósofas
María Zambrano o la continuidad de la filosofía española, por Miguel Veyrat, en Ojos de Papel.
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4. Hemeroteca de JS.
Días de diario, de Antonio Muñoz Molina. Reseña de JS, 1 de junio de 2007.
Si yo fuera rico, artículo de JS en Levante-EMV, 1 de junio de 2007.
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5. Hace tres años y medio.



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