1. Dice Alejandro Lillo: «Leo el cuento de Onetti asombrado». Leo el cuento, asombrado…: o leo el cuento asombrado. El pasmo es el principio del conocimiento, ya sabemos. Pero el asombro es también el estado del desconcierto, aquello que nos descoloca, que nos trastorna.
Para describir ese estado, Alejandro Lillo se refiere a El posible Baldi, un relato preciso y perfecto de Juan Carlos Onetti que yo les proponía en el post anterior. Es una narración en que la que alguien cuenta cuentos a otro personaje, agrandando su identidad, forjando lo que sólo es potencial. Es un modo de fijarse, pero también de multiplicarse.
De El posible Baldi Lo ignoramos prácticamente todo. Desconocemos la verdadera identidad de sus personajes. No sabemos qué ha sido de sus vidas: sólo lo que un narrador cicatero y dudoso nos cuenta siguiendo el estilo libre indirecto. Pero no necesitamos más. Los cuentos logrados son instrumentos de precisión, una radiografía perfecta de lo que no sabemos, de lo que ignoramos, de lo que desconocemos: de lo que es interior y finalmente se revela. En negativo, si quieren.
«Desde luego cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia», añade Alejandro Lillo. «Al fin y al cabo el ser humano (hoy no diré hombre) es un contador de historias. Pero también necesita escucharlas», detalla nuestro lector. Leer y escuchar, una manera de hacernos una idea cabal o aproximada de lo que nos acaece o de lo que no sabemos identificar. Observar el mundo real para obtener sólo unos pocos datos que son siempre insuficientes.
«Hace algunos días hablábamos del storytelling, basado precisamente en esa necesidad humana», añade Lillo. «Pero las máscaras que se va inventando Baldi», dice regresando al cuento de Onetti, «acaban por pasarle factura, aunque siempre con ese tono de humor que recorre todo el relato». Humor: la habilidad para encajar lo raro, lo indistinto, lo extraño, lo que nos desmiente; la capacidad para bromear y para ironizar. «Le pasan factura porque al final el personaje se apodera de él, haciéndole despreciar lo que es, la vida normal y corriente que lleva», dice Lillo.
«Evidentemente echa las culpas a la institutriz alemana (¿por qué alemana?)», se pregunta. ¿Y por qué no? ¿Es que, acaso, una institutriz no ha de ser una persona severa que enmiende y corrija? Una servidora de dicha nacionalidad es perfectamente verosímil. «Necesitada de un príncipe azul, de protección, o tal vez de la presencia de una figura paterna que la reconforte y de la que volver a enamorarse», alguien necesitada de autoridad y de esa figura potente…, ¿que Baldi puede encarnar? «Baldi acaba odiando a la mujer casi por transferencia, volcando en ella la frustración que siente por esas vidas ficticias, repletas de aventuras y emcociones, que sabe que nunca serán realmente suyas…», unas vidas que rellenan lo que al Baldi real le faltan.
«Mucho se podría seguir hablando sobre el relato. Si alguien se anima… Aquí se lo dejo», dice Alejandro Lillo reproduciendo ese relato:
http://www.literatura.us/onetti/baldi.html
2. Escribe Alejandro Lillo un relato. En efecto, nuestro lector no sólo se adentra en relatos ajenos, un género en el que no hay tiempos muertos, cuentos que pueden aludir al propio hecho de contar. Él mismo escribe y publica narraciones breves que se refieren a la circunstancia de imaginar, de confundir, de mezclar planos diversos de lo real. Leo El niño que soñaba con ser arquitecto.
Editado en el volumen Cortos, cortos (Oviedo, Ediciones Trabe, 2008), el cuento de Alejandro Lillo es la reelaboración de un clásico de la literatura: la realidad que en el fondo es una ficción, el espejismo de lo auténtico. Angustiosa recreación, sí. Eficaz miedo el que nos provoca: ¿y si todo fuera un error?; ¿y si todo fuera justamente al revés de lo que creemos? Cuando he escrito el título de dicho relato, he adosado una fotografía de un joven Julio Cortázar. ¿Joven… Cortázar? Hasta que murió –exactamente hasta que murió– fue joven…
Decía que he puesto una foto del escritor argentino: precisamente porque el relato de Alejandro Lillo me recordaba –para bien– un célebre cuento de Cortázar: La noche boca arriba. Ahora leo el agudo comentario de David P. Montesinos y veo que coincidimos en la apreciación: hermoso relato de Lillo, feliz recreación de La noche boca arriba. Leo, asombrado, el cuento de Alejandro Lillo: me obliga a releer la narración de Cortázar, a disfrutar de una angustia que lo real te puede provocar. Cuando creías que todo estaba hecho y conseguido…
3. Lo dije y lo repito tal cual. No sé decirlo mejor… Necesitamos novedades, sucesos inauditos que ventilen el aire remansado de lo obvio, pero necesitamos también hábitos, repeticiones del devenir que nos aten y alivien la incertidumbre. Vista la historia desde hoy todo su proceso parece obvio y su curso, inevitable. Sin embargo, nada hay garantizado de antemano y cualquier cosa alcanzada, cualquier bien por modesto que sea o cualquier ventaja tenazmente conquistada pueden extinguirse, malograrse, me decía. Creemos posible hacernos un destino –insistía– y de repente descubrimos que todo designio sólo es un privilegio fortuito o una chiripa menuda. Todo aquello que importa, como el amor, como la democracia, como la mejora personal, tarda en llegar, hay que acarrearlo y, una vez logrado, puede perderse.
Puede perderlo hasta El niño que soñaba con ser arquitecto.

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