Mao. En Babelia (El País), de 6 de febrero de 2010, Antonio Muñoz Molina escribe sobre Mao y el maoísmo español de los años setenta. Escribe sobre el prestigio que el Gran Timonel llegó a tener en las filas de la izquierda más refinada, más intelectual, de nuestro país.
No era simple adhesión al marxismo. Era simpatía concreta por la Revolución Cultural de los años sesenta, aquella que se extiende de 1966 a 1976.
Como hemos averiguado después, aquel fenómeno político, del que nada o prácticamente nada sabíamos, fue un horror de violencias sin fin, un ejercicio minucioso y cotidiano de totalitarismo doméstico. Fue también un laboratorio de ingeniería social saldado en gran medida con un fracaso.
¿Qué es un fracaso hablando de ingenería social? ¿Que los mandamases no consigan enderezar el fuste torcido de la humanidad? A esta paradoja, a esta constatación kantiana, Isaiah Berlin dedicó páginas luminosas. No me refiero al experimento chino, sino a la porfía totalitaria, al objetivo de crear un hombre nuevo. Pero la pregunta sigue en pie: ¿fracasó el maoísmo o, por el contrario, China enderezó el fuste torcido de sus nativos?
Antonio Muñoz Molina cita en su artículo una noticia que señala The New York Times: acaban de aparecer dieciséis volúmenes de documentos sobre dicho régimen. Algunas de las informaciones que precisa el diario son muy banales pero todas hacen referencia a la violencia. Con situaciones incluso terriblemente cómicas. Entre otras cosas nos enteramos, por ejemplo, de la producción literaria maoísta: entre 1966 y 1976 se crearon comités especiales, dice el escritor, «a fin de garantizar cada año la producción de las 13.000 toneladas de plástico necesarias para las tapas de todos los millones de ejemplares del Libro Rojo que se publicaban».
Tengo en casa uno de esos ejemplares. No es el que compré en su momento. El que yo adquirí estaba editado en Barcelona en 1976 y la versión española se distribuía por Bruguera. La mía era una edición de baratillo. Por el contrario, la que ahora cito tiene las tapas forradas de plástico rojo, muy chillón, un material que presuntamente ennoblece el volumen. En realidad se trata de un volumencito , un prontuario en el que encontrar solución intelectual y concreta a los asuntos cotidianos: el partido, el patriotismo, la disciplina, los jóvenes, la lucha de clases, etcétera.
Un día, no hace mucho, mi hijo apareció con ese ejemplar. No sé de dónde lo había sacado. «Me lo he encontrado. Estaba tirado», me dijo. Por supuesto, le pareció algo pintoresco, una pieza a conservar. Qué casualidades. También este librito está publicado en la misma fecha que el que yo ya tenía: 1976. Leo en los créditos: Imprimé en République populaire de Chine. Efectivamente está en francés. Es la 2e Tirage.
Muñoz Molina describe algunas de las violencias de aquel régimen. Describe también la devoción santurrona que el Libro Rojo provocaba entre la gente de su generación, en él mismo. «A un maestro de origen burgués, para reeducarlo, sus alumnos lo fuerzan a ponerse a cuatro patas y arrancar las malas hierbas de un campo de cultivo. Y nosotros, mientras tanto, en Europa, leyendo con beata reverencia las máximas del presidente Mao», se lamenta el escritor.
No me creo mejor ni más cínico, ni más sutil, pero a mí no me pasaba eso. En su momento, todo aquello me producía pavor y no entendía por qué a colegas míos les parecía prometedor aquel régimen. Me provocaban rechazo las oleadas unánimes de las masas chinas, las uniformidades de la Joven Guardia Roja y los lirismos cursis del Presidente Mao, esos pensamientos. Ya digo: no soy mejor ni tengo especial clarividencia.
Por eso me pregunto: ¿cómo es posible que el maoísmo despertara interés o entusiasmo en gentes tan dispares y perspicaces, desde Antonio Muñoz Molina hasta Federico Jiménez Losantos? ¿Por qué no me persuadieron las sentencias, las máximas, de Mao? Si no me equivoco, yo las leí cuando contaba diecisiete o dieciocho años. Era un muchachito impresionable, lleno de miedos. Luego, he vuelto a repasar el Libro Rojo y sus metáforas me siguen pareciendo cursis y afectadas. ¿Qué me pasa, doctor?, podría preguntarme. Sólo tengo una explicación, un diagnóstico: yo era un pequeño burgués.
La afección continúa.
¿Marx (sin ismos)? Vuelvo ahora a un artículo que leí en su momento, un texto de Manuel Sacristán, el mayor especialista que ha habido en España en la obra de Karl Marx. La escritura data de febrero de 1983. Se publicaron dos versiones. La breve, recortada sin autorización del autor, apareció en El País (14 de marzo de 1983). Ésa es la versión que leí. La completa se publicó en el número 16-17 (agosto-noviembre de 1983) de la revista mientras tanto, que entonces dirigía el propio Sacristán.
Digo que regreso a dicho artículo y al indicarlo así me expreso incorrectamente. Lo que ahora leo completo es el texto publicado en mientras tanto. Es, pues, una experiencia nueva.
¿Cuál es el título de dicha intervención? El epígrafe que Sacristán le dio es muy revelador: «¿Qué Marx se leerá en el siglo XXI?» Dice Sacristán: «En el siglo XXI se seguirá leyendo a Marx. Para entonces estará claro que el desprecio por Marx de los años setenta y ochenta [del siglo XX], nacido del hipermarxismo de 1968, fue sólo, como éste, otro despiste de la misma labilidad pequeñoburguesa. Estará claro, como lo está hoy, que Marx es un clásico. Se seguirá leyendo, si es que algo se lee: si no se produce antes la catástrofe cuyo presentimiento anda reprimiendo tanta gente».
Empieza fuerte y empieza bien, con contundencia expresiva y con audacia, como solía hacer Manuel Sacristán. ¿Se lee a Marx hoy en día? Se le lee como Sacristán señaló: como un clásico.
Los clásicos no son autores olvidados ni obras arrinconadas en un almacén de trastos inservibles. No son cachivaches apartados ya inútiles. Tampoco son materiales inertes depositados en un museo. Antes al contrario, un clásico es un objeto vivo que envejece bien, una pieza ya gastada, incluso muy gastada, de la que descubrimos matices insospechados conforme volvemos a contemplarla o a usarla.
Los clásicos formulan las preguntas que nos acucian, las preguntas; y dan respuestas probablemente insuficientes, tentativas, incluso erróneas, pero en las que advertimos osadía, arrojo. Lees un clásico y las contestaciones que te proporciona no resuelven tus dudas o tus angustias. Sin embargo, aprecias la audacia del autor o de la obra, esa capacidad de aventurar respuestas.
Los clásicos –los auténticos, los que resisten el paso del tiempo– no repiten sin más lo que es propio de su época. Crean un lenguaje nuevo para designar las cosas de su tiempo, que suelen ser las cosas sin tiempo, las cosas que no se resuelven; rehacen verbalmente el mundo e inventan una descripción que parece adecuada, pertinente, reveladora. Parece, digo. En todo caso, esa descripción es nueva, una aportación original que se vale de materiales ya empleados.
Mao quiso ser original, quiso ser empeñosamente literario, y el resultado es soporífero. No es un clásico al que volver. El paso del tiempo ha arrinconado su prosa campanuda y esforzadamente simbólica, enfáticamente elevada, una sintaxis que quiere valerse de ecos populares y que acaba siendo un pastiche.
En cambio, Marx tiene capacidad para designar el mundo con vocablos nuevos. Tiene capacidad para describir el orden y el desorden con un lenguaje en el que hallamos resonancias mesiánicas e imágenes propiamente poéticas. En él se aprecian lecturas innumerables, la gran literatura que ahora confluye para expresar lo visible, el presente. Pero en Marx hay también la voluntad de decir lo que no se ve, lo que a simple vista, no detectamos.
Como en Goethe, dice literalmente Manuel Sacristán, hay también en Marx «poesía y verdad». Y añade: «las páginas de Marx que pueden sobrevivir como clásicas ofrecen textos de varias clases: científicos sistemáticos, históricos, de análisis sociológico y político, de programa». O, en otros términos, distintos a los empleados por Sacristán: en Marx hay ciencia, análisis profundo de la estructura, del funcionamiento de las cosas; y hay literatura, una voluntad de estilo expresivo que ha de servirle para nombrar los objetos que lo rodean. Lo hondo y lo superficial, pues. Lo invisible y lo visible. Lo ignorado y lo ya sabido.
Pero Sacristán hizo hincapié en el apocalipsis medioambiental, algo de lo que hay atisbos en la obra de Marx cuando habla del desarrollo de las fuerzas productivas o cuando habla de la revolución científico-técnica. ¿Cuáles son sus consecuencias? Sacristán escribe en 1983… Y el filósofo español subrayó también el estilo intelectual de su par: la voluntad de sistema que hay en el pensador alemán.
Le preocupó menos la vertiente propiamente literaria, aunque no le faltó sensibilidad para analizarla. «Ninguno de esos textos», dice refiriéndose a la obra de Marx, » es tan bueno literariamente como para perdurar por su sola perfección». Sacristán introduce de inmediato alguna salvedad: «tal vez con la excepción del Manifiesto Comunista y de algunos trozos del Capital«. Es decir, que el Manifiesto y el Capital pueden ser leídos ahora, en el siglo XXI, como obras clásicas de la literatura. Justamente a lo que yo quería llegar.
Francisco Fernández Buey: releo ahora en la nueva edición que acaba de aparecer un libro suyo de 1998, una biografía intelectual: Marx (sin ismos). Lo publica en 2009 El Viejo Topo, la revista que se convirtió en editorial. Por razones que ignoro, los responsables no advierten al lector de que este libro de 2009 es una reimpresión del volumen que apareció en 1998. Tengo ambos ejemplares.
La primera edición tiene una cubierta en la que vemos a Karl y Jenny Marx. La última tiene como motivo una fotografía de su efigie, un detalle escultórico: no es la figura que corona su tumba en el Cementerio de Highgate de Londres –como había pensado así, a bote pronto–, sino parte del monumento a Karl Marx y a Friedrich Engels que está en Berlín.
La obra que releo es una notable introducción al pensador alemán, escrita precisamente por un discípulo de Manuel Sacristán: Francisco Fernández Buey. Revisado ahora, el libro cobra una actualidad inusitada. No hace falta declararse marxista ni altermundista. Tampoco hace falta convenir enteramente con lo que dice el autor. Lo que sorprende favorablemente es la pasión con que lee o relee a Marx, la buena prosa con que lo trata y la calidad de sus reflexiones… de 1998.
Cuando Fernández Buey escribe esta obra, el nombre de Marx está prácticamente deshauciado. El contexto no facilita su recuperación. En aquel momento, el triunfo indiscutible del pensamiento liberal ha arrinconado al filósofo alemán, que es y se ve sobre todo como un pensador antiliberal precisamente. En aquel contexto, insisto, liberalismo y democracia parecen comunes. Y, sin embargo, no son sinónimos.
La democracia contemporánea nace como una corriente de oposición a los regímenes restrictivos del Ochocientos: contra el liberalismo censitario, por ejemplo. En los años cuarenta del siglo XIX, Marx comienza a escribir en la prensa. Lo hace contra el liberalismo prusiano: contra la censura, contra la represión. Y lo hace con vehemencia, con furia, oponiéndose a las incongruencias del liberalismo. Cuando empieza no es un comunista: como otros, es un liberal desencantado que acaba abrazando la democracia y el republicanismo.
Fernández Buey reconstruye ese avatar biográfico y, sobre todo, recupera para nosotros la genialidad particular de un joven que se enfrenta al mundo, a un mundo represor e incoherente que le disgusta. En ese joven ya están el ilustrado racional y el romántico pasional. Están el pensador que confía en la ciencia y el escritor que se vale de recursos literarios para persuadir y combatir. Están el estudioso de gabinete y el polemista de prensa.
Prometeo. En las páginas que escribe Fernández Buey están, además, el filósofo del sistema y el intuitivo desordenado, el liberal desencantado y el comunista ardoroso. Están el analista del capitalismo y el faro del socialismo.
Están el enamorado de Jenny y el amigo de Engels. Están el poeta vocacional y mediocre y el lector inagotable y creativo, aquel que salta de un libro a otro con vehemencia, con exaltación: páginas de Georg Wilhelm Friedrich Hegel, William Shakespeare, Heinrich Heine, David Ricardo, etcétera. Un largo etcétera, sí, de autores: y de metáforas y de figuras míticas con Prometeo a la cabeza.
Están quien observa y quien describe, aquel que se vale de instrumentos prestados y reelaborados para designar de nuevo modo al protagonista presente e histórico: la burguesía.
¿Qué puedo decir ahora que no haya dicho ya? ¿Qué puedo añadir que no haya sido dicho por otros? La respuesta me la da Fernández Buey, que no pretende ser original y acaba siéndolo. Glosa a Marx leyendo sus textos en su contexto, irritándose con él. Lo interpela para ver qué dice el filósofo y qué decían sus rivales o los autores a los que él tomó como rivales. No lo voy a resumir, claro. No voy a sintetizar el contenido unas páginas en las que expresa admiración y crítica, cercanía y distancia. Fernández Buey se siente sobrecogido y admirado ante el titanismo prometeico que anima a Marx, su decidida voluntad de cambio. Pero sabe de su exceso, de su genialidad herida, de su herida omnipotente. Fernandez Buey reproduce un poema de Marx, del Marx juvenil y enamorado de Jenny von Westphalen, una Jenny que critica su ampulosidad versificadora. Dice así:
Nunca más flotaré sosegado;
el alma profundamente emocionada,
nunca más descansará plácida.
Lucho sin descansar.
(…)Me envuelve una fuerza perpetua,
un rugido y un ardor incesantes;
no me puedo conformar en la vida
ni andar con la corriente.Quiero comprender los cielos,
impregnarme de los mundos
y en el amor y el odio
vibrar y seguir creciendo.Quiero alcanzarlo todo,
los favores de los Dioses,
adentrarme sin miedo en el saber,
comprender música y arte.Los mundos inmóviles destruiré yo mismo
porque no los puedo recrear
porque no escuchan mi llamada,
enmudecidos por el conjuro.
¡Ay! los muertos y mudos miran
burlones nuestra hazañas.Nos derrumbamos y nuestra labor también
y ellos siguen andando.Pero no cambio mi destino por el suyo.
Hemeroteca
Pasajes de pensamiento contemporáneo, núm. 29 (2009). 
DOSSIER. Marxismos: Wolfgang Fritz Haug, Sobre la actualidad filosófica de Karl Marx / Ciro Mesa, Crisis y capital en Marx / Alex Callinicos, El drama de la revolución y la reacción: la historia marxista y el siglo XX / Stathis Kouvelakis, Las crisis del marxismo y la transformación del capitalismo / Alberto Toscano, Marx y la crítica de la religión / Miguel Abensour, ¿Comprender o provocar la historia? / Patrice Bollon, El marxismo según, a pesar de, o sin Marx / Rossana Rossanda, Marx y el Estado. Otros artículos y más información (aquí).

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