El joven se acercó al encerado. Se sentía cohibido, tal era la crueldad de sus compañeros, esa cobardía con la que todos acogían el error ajeno. Siempre era lo mismo, la rechifla general.
Tomó aire y respondió tajante, con determinación, a la pregunta formulada. No la había leído en el manual, sino en un volumen que su padre disponía: algo muy raro, pues en casa no había muchos libros y menos de historia. Pero Fernando S. se lo había aprendido con orgullo. Aquello le parecía valioso y verdadero.
El profesor, con malas maneras, había aprovechado para dormitar una siesta intermitente recostado en el pupitre. Fernando S. ignoraba su reacción y, por ello, procuraba pronunciar su disertación en voz baja. Para no molestar su sueño.
Mejor así. Siempre avinagrado, la brusquedad del profesor no tenía límites. Castigaba los errores con violencias. Bofetones, capones. Por supuesto, lanzaba los borradores con furia y las tizas de canto, auténticos proyectiles. Que ahora estuviera sesteando no garantizaba la paz en el aula.
–«La historia sirve para averiguar parte de lo sucedido, lo que puede documentarse, eso que hicieron los antepasados y de lo que quedan restos. Suponemos que de su ejemplo conocido podremos aprender», fijó Fernando S.
Los otros callaban, salvo un par de compañeros que asentían levemente, sin ningún énfasis. Uno de ellos era de piel cetrina, musculoso. Pasaba por inculto y retador. Le divertía amedrentar como un matón. Se llamaba Armero. Fernando S. jamás recordaba su nombre. La odiosa costumbre de interpelar por el apellido… Todas las mañanas, entre Fernando S. y Armero había intercambios de sus respectivos bocadillos. Habían llegado a un pacto. Fernando S. era su protegido.
–«La historia sirve para conocer mejor el presente, siempre a punto de perecer. Con las enseñanzas del pasado, los contemporáneos establecemos comparaciones. Comprobamos si se repiten los hechos o no, si se repiten los traspiés o los éxitos», siguió Fernando S. con mucha prosopopeya.
Sus compañeros no daban crédito a estas palabras resabiadas. Qué pesadez. O eso es lo que se traslucía de sus rostros confusos, irreales. Al mismo tiempo, el profesor padecía un estrépito digestivo. Prácticamente tumbado sobre el pupitre, dejaba escapar hipos y algún pedo. Todo ello a baja intensidad. ¿Acaso estaba asimilando lo dicho por Fernando S.? No parecía. Allí seguía sin atender. Al menos aparentemente. De pronto, el profesor hizo un gesto despectivo, como una pequeña convulsión, que no se sabía a qué respondía. Quizá al malestar de su metabolismo, quizá al estruendo creciente de los alumnos, quizá a ese mocoso que le estaba largando un discurso impropio.
–«La historia sirve para establecer analogías pudiendo así distinguir lo ocurrido de lo que está por venir. La historia no profetiza, pero ayuda a inferir qué podría suceder, dadas las circunstancias. La historia es la disciplina del contexto y de las diferencias», recalcó Fernando S.
Los muchachos ya no se reprimían. Habían empezado a realizar molestos ruidos con los lapiceros. Abrían y cerraban la tapa de los pupitres y sin duda eran ya un elemento hostil. Fernando S. buscó la mirada aprobadora de Armero, pero el joven jaleaba a los más alborotadores.
«La historia no sirve para nada de lo que he dicho», interrumpió en voz alta, con rabia, casi llorando. «No nos vale», insistió. «Lo que vale es aprender, leer, retener para expresarte, para razonar con agilidad. Hacerte una cultura de aluvión y de impresión: con poca cosa, con folletos y solapas, aprendes y así te desenvuelves. Lo que lees fermenta y lo que afirmas queda. Di las cosas como si fueran las últimas que fueras a pronunciar, concíbelas y escríbelas como si eso fuera lo único que quedara de ti. Entonces pensarás», apostilló. «Esto mismo lo leí en la contracubierta de un libro y aquí lo repito».
Nadie escuchaba y el profesor yacía aturdido con una respiración quejosa, casi un estertor. Fue en ese momento cuando Fernando S. decidió cursar Historia. Quería ser docente. Reparar.
No será exactamente así. Años después, Fernando S. dejará los estudios para montar una empresa de seguridad. Ahora comparte la dirección con Armero y procuran estar al día en dispositivos de protección. Su esposa trabaja como administrativa en la misma compañía: ‘Seguridad Armero’. Llevan una vida feliz, de estabilidad conyugal. Jamás se preguntan por la historia, por el pasado. Se preguntan por el mañana, por lo que será del negocio. La historia no profetiza, se repiten entre risas.
Fernando S. se despierta. Abandona el lecho solitario, esa cama sin calor. Se asea, desayuna rápidamente y se encamina a sus quehaceres. Si no se apresura, no llegará a la primera clase. La de Historia.
Reblogueó esto en Los archivos de Justo Serna y comentado:
Para qué nos sirve la hstoria.
Sin duda para no manipular, para no rehacer lo que ya tiene significado, para no inventar lo que ya está dicho, para no reacomodar lo que no nos acomoda. La historia nos perturba. Eso, como mínimo.