El hermano muerto

Gracias a las preguntas privadas de Mariajosé Gómez, recupero un episodio personal, una reminiscencia en parte desgarradora.

Es de chiste y a la vez dolorosa. Trataré de contarlo sin pedir compasión. Trataré de que me lean sin reclamar piedad. Juzguen ustedes mismos.

Tuve un hermano que nació y murió antes que yo. ¿Se le puede llamar hermano a un tipo así? No superó un parto dificilísimo. Hemos de suponer que venía mal, de nalgas o vaya usted a saber.

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Esas cosas pasaban varias décadas atrás para horror y espanto de padres y familiares. El bebe nacía en casa y el resto de los presentes se encomendaba al azar, a la buena suerte. Un horror, ya digo.

A cambio de su muerte, el fallecimiento de ese ¿hermano?, recibí una pesada carga: el nombre propio. El menganito me lo cedió… Zutanito se moría y me pasaba el testigo. Menuda herencia.

Dicho acontecimiento, al que me refiero con repeluzno, ha sido un lastre que durante toda la vida he debido acarrear. Una pena, una carga.

O, en otros términos, ha sido como una herida mal cerrada o como una laceración sangrante. Esta historia, pero tan previsible, es más antigua que él hilo de coser…

Imagino que algunos de quienes ahora me leen y me detestan confirmarán mis taras, mi lamentable pasar. «Ajajá», dirán. «Este asunto paternofilial lo explica todo: su carácter intratable…» Y no es así. La vida es mucho más completa y compleja.

Durante años y años he procurado tomarme a broma la maldición: cargar con el nombre de un muerto. Entre otras cosas porque mis señores padres padecieron lo indecible con esta anécdota (a pesar de que era yo la principal víctima). Me explico.

Un padre se llama Justo, nombre que es fruto del santo del día (28 de mayo). Su señora madre, Valentina (mujer enérgica), no se complica la vida. El santoral le resuelve el dilema, según prescribe la tradición. Luego ese niñito, llamémosle Justo I, será padre y, por tradición local (Alfarb, Catadau y Llombai), impondrá su nombre al primogénito, nacido y muerto en 1957.

Dos años después, nace un tal Justo Serna Alonso, que se llamará exactamente igual que su predecesor. ¿Igual que quién? Pues eso: cavadito a ese hermano ya fallecido que se le anticipó y que tan pronto desapareció.

A Justo Serna II lo cristianaron, sí, pero para irse directamente al limbo. En las fotografías que se conservan va vestidito de blanco, con mucha puntilla y mucho almidón.

Durante décadas, Justo III intentará ser él mismo, alguien diferente, cosa muy-muy difícil cuando te comparan con un muerto inaccesible, con un espectro idealizado por tus señores padres.

El fin del mundo no es algo remoto, algo que ocurrirá al final de los tiempos. En esas circunstancias descritas, el Apocalipsis es una catástrofe ya sucedida, una cosa muy-muy ordinaria. ¿Cómo se sobrevive a eso?

——
Fotografía: Antonio Barroso.

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