¿Todos son lo mismo, lo mismito?
Leo un tuit de Fernando Savater. Lo leo y me lamento.
Dice así: “No hay político en el mundo que piense a quince años vista, los que son capaces de levantar la cabeza y ver que tienen quince días por delante, además de la fecha en la que viven, ya son de los buenos. No le dan importancia porque no van a ver el resultado”.
¿Qué decir? El ser humano es ciertamente imperfecto. Da asco. Mírennos. Apenas levantamos la cabeza. Tenemos un aspecto bovino.
Yo mismo voy mirando el suelo para que Teo, mi perro, no se zampe restos, inmundicias, etcétera. Imaginen las mierdas.
Siento mucho el declive de Savater, o la tristeza o la senectud. Siento que ahora se lamente del ser humano, de una clase de ser humano poco atractivo: el político, así, genéricamente.
Savater fue uno de mis referentes en la adolescencia, en la juventud: ya no en la senectud. Ahora veo que se abandona. Que se abandona a lo obvio.
Su tuit, su comentario, sobre los Politicos —así, en general— me parece poco sensato, poco fino. No contribuye a mejorar la vista, la percepción o el vislumbre de nuestros políticos.
Pero esos aspavientos verbales alimentan, con nutriente poderoso, el malestar y el rencor de los antipolíticos, de aquellos que odian a nuestros dirigentes.
La antipolítica es el cáncer de la democracia. A los malos políticos sobrevivimos. Sin embargo, quienes deploran sin más la cortedad de los gobernantes nos hunden.
Hay un tópico que circula habitualmente. Es aquel que reza así: todos los políticos son lo mismo. Siempre me ha parecido una descalificación intolerable.
La política es tarea egregia, valiosa: un arte difícil para el que se precisan ciudadanos nobles y entregados, gentes con algunas convicciones y gran responsabilidad.
Se necesitan personas con ciertos ideales y mucha habilidad para el acuerdo, para la adaptación. Frente a tipos así, estamos los demás…: los ciudadanos pasivos e intransigentes que somos quienes pervertimos por omisión el gobierno de las cosas.
Un político es alguien que tiene unas pocas ideas generales, proyectos; alguien que tiene unas cuantas convicciones por las que merece la pena luchar. ¿Cuál es el buen político?
¿Aquel que hace valer en primer lugar y sobre todo esas ideas y esas convicciones? No, dirá Max Weber. Es buen político quien obra con responsabilidad para adaptarse.
¿Quiere decir eso que el político, al modo de Weber, es un chaquetero, alguien dispuesto a sacrificar cualquier principio digno? Por supuesto que no.
Es, por el contrario, un tipo responsable, alguien que sabe medir las consecuencias de sus acciones o decisiones. Alguien que mide y se mide.
Tiene como fin último unos principios que cree moralmente dignos, unos principios que cree buenos.
Pero es capaz de transigir en lo secundario y en lo acordable; es capaz de llegar a convenios para no agravar el estado de las cosas.
En cambio, el gobernante que afirma conducirse por las ideas y sólo por las ideas es un individuo temible. Si, además de sus convicciones, cuenta con la gendarmería, entonces podemos esperar lo peor.
Sé de regidores que han recuperado sus respectivos puestos de trabajo una vez concluidas las legislaturas municipales.
Sé de rectores que han regresado a la docencia universitaria tras sus gobiernos. Y han vuelto con el nivel de vida que les corresponde, sin ostentaciones, sin riquezas injustificables.
Sé de parlamentarios que ahora ejercen sus antiguas profesiones. Admitido lo anterior, ¿seguiremos diciendo que todos los políticos son lo mismito?
Hay profesores que son presuntamente mafiosos. Y sé que hay alumnos de la misma calaña. Le pediría a Savater mayor mesura. La vida son cuatro días y estamos ya en tiempo descuento.