No sabes si sólo has sido tú quien ha visto los sudores o la moquita de Javier Ortega Smith, secretario general de ese partido que quiere devolver España al estado carpetovetónico.
Descubriste los sudores o la moquita en una entrevista televisiva de la última semana. Insistes: no sabes si sólo fuiste tú o si, por el contrario, el resto de los televidentes también pudieron comprobar esas humedades.
Cosas así suceden. Te refieres a lo de las moquitas. Estás en época de gripes y los malos demonios se os apoderan. ¿O es al revés?
Tú crees que Lucifer ha empoderado al sr. Ortega Smith para desempeñar su función: Lucifer, ya sabes, ese tipo fastidioso, muy amante de los seres bragados. Y el secretario general lo es. Muy bragado.
Debes admitir que, cuando apareció en pantalla (el sr. Ortega Smith, no el demonio en persona), tú estabas distraído, culpablemente distraído, sin atender a lo que decía o respondía el entrevistado. ¿Por qué razón?
Por supuesto, no te crees el bla, bla, bla del señor secretario general. Su discurso tóxico es el de un fanático excitado, alguien que, bajo apariencia de hombre normal, aloja en su cuerpo a un intolerante de alto riesgo.
Insistes: estabas distraído cuando de repente al mirar de soslayo el plasma, descubriste el labio superior encharcado del sr. Ortega Smith. Y muy enrojecido, con ese estado ulceroso que es propio de una irritación grave.
Y sí, al señor secretario general se le veía, irritado, manejado quizá por Lucifer.
La fotografía aquí reproducida no hace justicia al personaje; tampoco al episodio. No permite ver esa ulceración de la piel y la moquita que le caía (si es que era eso, moquita, o cualquier otra secreción).
“Le suda el morrete”, es lo que inmediatamente te dijiste, nada más verlo. No podías apreciar si también le sudaban los carrillos. No sabías si el programa se realizaba en directo o en eso que llaman ‘falso directo’.
El caso —pensaste— es que los asesores o maquilladores deberían haber cortado la entrevista para secarle ese charco de mocos con una bandera. Si es que esas humedades eran brotes de mucosa. O de cualquier otra secreción.
Uno puede estar mirando algo, puede echar un vistazo a lo que hay sin atisbar mucho de lo que ocurre. Es una experiencia por la que todo el mundo pasa. Pues eso es lo que te ocurrió.
Estabas ensimismado, como torpe; tenías los ojos abiertos o entreabiertos sin distinguir. Apenas veías perfiles borrosos. ¿Lo recuerdas? Como le ocurría a aquel personaje de Woody Allen: “Mamá, mamá: papá está desenfocado…” ¿O estaba endemoniado?
Era al mediodía. Te habías abandonado a una duermevela. Seguías en estado de vigilia pero con las alertas bajas, con los sentidos inertes.
Aunque veías –al menos, objetivamente era así–, no obtenías información relevante, entre otras cosas porque la televisión no está concebida para informar. Por el medio salen íncubos y súcubos que aturden tus pesadillas.
Por ello permanecías en un estado semiatento, sin significado o noticia en los que reparar: simplemente te habías abandonado a la molicie.
Justo en ese momento te quedaste sin palabras. Mudo. Interiormente te preguntabas: ¿a qué se deben los sudores o la moquita de Javier Ortega Smith?
Es más, llegaste a preocuparte. ¿Y si le caen gotas de esa secreción en la camisa? ¿Y si se le empapa el cuello formándose un cerco húmedo?
Aún ignoras cómo acabó la cosa porque apenas te interesaba el parlamento del entrevistado y veías que tu creciente inquietud por sus sudores y por su puesta en escena te estaba poniendo enfermo.
Un primer plano del morro mojado. Pensaste por un instante si no estarías viendo un film gore, de secreciones y amputaciones.
Cambiaste de canal para respirar con alivio. Creías haber resuelto el problema. Pero no. Allí seguía Ortega Smith sudando o moqueando. Que no te pregunten qué decía. Tú seguías despistado y preocupado a la vez.
Sí, seguías teniendo esa visión inquietante y grimosa, la de un tipo con un morrete encharcado. Tal vez sólo era el primer indicio: la de una secreción tóxica que había invadido la televisión y que amenazaba y aún amenaza con invadirte.
«Aur, aur… Desperta ferro»