David Bowie. Fragmentos del yo

David Robert Jones nace el 8 de enero de 1947. En todas las biografías que he leído hacen hincapié en esa fecha. Es la Inglaterra de la posguerra, el Londres de la estrecheces, el fin próximo de Winston Churchill. Gran Bretaña sale victoriosa de la Guerra.

Pero el pueblo padece sobrevive. El teatro, el Music Hall y otros alivios atemperan las asperezas y penalidades de los ingleses, entre ellos David. ¿Cómo Jones se convirtió en Bowie?

Hay biografías sobre Bowie en las que el mayor empeño del autor es exhumar al individuo real, rescatar a la persona por encima o por debajo de tanta cháchara que envolvería al personaje.

Cháchara, máscaras, disfraces. ¿Rescatar al individuo real, sin afeites ni imposturas?

La idea no es mala. Es incluso bienintencionada. Pero parte de un supuesto algo dudoso: que es posible despellejar a la persona.

Parte de la idea de que al individuo de carne y hueso se le puede arrancar esa segunda piel que nos impide ver su original o prístina identidad, que al ser humano se le puede abrir en canal.

Además de imposible, esto en el caso de Bowie es absolutamente erróneo. Erróneo y, a la postre, carente de interés.

David Robert Jones se pasó la vida intentando ser otro, intentando cambiar de aspecto, de figura, de fisonomía, de rostro, de peinado, de maquillaje.

Se retrató posando miles de veces (quizá millones de veces), adoptado los gestos que juzgaba más propios o más exclusivos o más estrafalarios o más favorecedores, las caras de un mimo sin fin, de un actor que se sabía personaje.

Y su vida es un inmenso álbum familiar concebido para fines bien explícitos y muy rentables, por otra parte. ¿Para quién se hacía dicho álbum?

¿Para sí mismo o para los fans, los dueños del ‘Book’ que los seguidores querrían atesorar? ¿Para sus padres, esos progenitores que se mostraron fríos y entusiastas a un tiempo? Todo ello no es incompatible.

Bowie se fotografió ensayando innumerables puestas en escena que muy bien podemos interpretar como papeles de una gran representación.

O, mejor, como figurante y protagonista de múltiples y contradictorias representaciones o, mejor aún, como los sosias de una copiosa demografía interior.

En Bowie hallamos una sucesión de representaciones, sí, que forman parte de su identidad, papeles que surgen de lo interno y que, aunque puedan ser finalmente repudiados por el cuerpo que les sirve de soporte, dejan huella.

Las instantáneas de David Robert Jones, el artista más tarde llamado David Bowie, eran en realidad larguísimos procesos de elaboración: propiamente escenificaciones de poses internas.

¿Un yo dividido? The Divided Self. Ronald D. Laing publica dicho libro en 1960. Será una obra de enorme influencia y será uno de los textos más apreciados por el futuro David Bowie.

¿Razones? Había abundantes razones familiares y personales para preocuparse por la esquizofrenia y hasta por la psicosis.

En dicho volumen, Laing revisa de manera humanista estos padecimientos. Los esquizoides son personas totalmente expuestas, absolutamente vulnerables y, por supuesto, fatalmente aisladas.

Pueden tener vida social, incluso mucha vida social y a la vez sentir o experimentar el puro aislamiento.

La gente normal aprende a mentirse, aprende a tratarse con eficaz hipocresía: tiene ‘seguridad ontológica’.

Con esta fórmula abstrusa, Laing se refiere al sentido común del que nos servimos, a la fijeza del paisaje y del paisanaje.

En cambio, el esquizofrénico no se ve, no puede confirmar que ese tipo que atisba o que apenas vislumbra sea la persona que dice o cree. No hay congruencia y no hay perseverancia en el ser.

Justamente, ese ser vulnerable padece, entre otras cosas, una ‘inseguridad ontológica’, una incapacidad para tipificar, fijar y fichar el estado de las cosas, de los otros humanos, de sí mismo, del mundo.

El esquizofrénico padece cuando está solo y padece cuando se relaciona, pues el roce no lo reafirma, sino que le hace pupa y lo disuelve.

El individuo siente la amenaza de la identidad evanescente, la amenaza de ser invadido y absorbido por los otros.

Se vive como una entidad vacía, evacuada, que debe enfrentar la existencia cotidiana, esa realidad que marcha.

Por eso, contradictoriamente, el individuo aquejado de esta dolencia siente muy hondo el padecimiento y necesita muy profundamente la compañía, la vecindad no hostil.

David Bowie fue muy consciente de esa circunstancia…

Sería tosco reducir la sublimación estética del artista a un padecimiento mental. Sería estúpido de nuestra parte ‘aclarar’ el fenómeno Bowie apelando a la esquizofrenia.

Hay muchos seres que padecen todo tipo de dolencias y que, por supuesto, son incapaces de crear, de recrearse, de multiplicarse.

“Hay mucha gente, pero más rostros aún, pues cada uno tiene varios”, decía Rainer Maria Rilke en Los apuntes de Malte Laurids Brigge (1910).

“Hay gentes que llevan un rostro durante años. Naturalmente, se aja, se ensucia, brilla, se arruga, se ensancha como los guantes que han sido llevados durante un viaje”, añadía Rilke.

Es lo que nos pasa a la mayoría: se nos descuelgan los pellejos y se nos agrietan los mohínes.

Luego hay otras gentes, concluía Rilke, que “cambian de rostro con una inquietante rapidez. Se prueban uno después de otro, y los gastan”. Los van gastando e incluso los van mejorando.

El dictado o el diagnóstico de Rilke puede parecer epidérmico. Y lo es. Es exacto, no obstante, pues en el caso de Bowie su identidad múltiple, los heterónimos que concibió y que adoptó no eran simples personajes.

No eran simples personajes de los que arrancar las máscaras. Eran seres divididos, provisionales, de los que conservó resto o huella, jirones de su identidad mudable, hecha de trozos.

En uno de los Ensayos, de Michel de Montaigne, en su conocido texto acerca de «la inconstancia de nuestros actos», hay una de las claves del Bowie hecho de jirones.

En algún pasaje de ese ensayo, Montaigne afirma que «los buenos autores hacen mal en obstinarse en formar de nosotros una manera de ser sólida y constante» siendo como somos ejemplo y emblema insuperable de inconstancia y de inconsistencia.

La «variación y contradicción que en nosotros se da» no son, sin embargo, un mal a corregir o una dolencia a sanar: son, por contra, nuestra propia constitución.

“Todas las contradicciones”, añade Montaigne en su particular autoanálisis”, se dan en mí alguna vez y de alguna forma.

“Vergonzoso, insolente; casto, lujurioso; charlatán, taciturno; duro, delicado; ingenioso, atontado; iracundo, bondadoso; mentiroso, sincero; sabio, ignorante, y liberal, y avaro, y pródigo, todo ello véolo en mí a veces, según qué giro tome».

Es por eso por lo que no estamos equipados con una identidad única, e, incluso, esa misma creencia es engañosa: somos —y Bowie lo lleva a su consumación— seres monstruosamente bellos hechos de fragmentos.

O, como el propio Montaigne concluye, «estamos todos hechos de retazos y somos de constitución tan informe y diversa que cada pieza, a cada momento, juega su papel. Y existe tanta diferencia entre uno y uno mismo, como entre uno y los demás…”

Sólo es cuestión de presentarse y expresar los humores constitutivos, la extraña fascinación de ese rostro.

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Fotografías: Steve Schapiro, 1976.

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