Primero
Lo hemos visto. Tiene registros de líder y se reconoce intelectual, un pensador dotado de carisma que reparte su saber a manos llenas. España es agradecida, aunque a él aún se le deban reconocimientos.
Por eso desconfía.
Aznar no mira a su alrededor, no contempla a socios, amigos o colaboradores. Aznar, insisto, no mira: sospecha.
Tiene la impresión de que está haciendo lo mejor para España, que identifica generalmente con su persona.
¿Acaso ha habido mejor presidente, alguien con mayor proyección internacional? ¿Acaso ha habido algún mandatario con una idea más clara de España?
Se ensimisma, se abisma y sólo un recuerdo atronador le saca de sus casillas. ¿Cuál?
El pasado nacional. En algún libro suyo se profesaba admirador de la Monarquía de los Austrias, concretamente de la Corona católica que organiza el reino en función de la religión, la fe, la creencia.
Segundo
Aznar tiene el orgullo de ser imprescindible, aunque luego haga protestas en sentido contrario. Con la boca pequeña dice que no, que nadie es imprescindible.
Yo creo que sí: sin Aznar el PP no habría alcanzado esa Unidad de Destino en lo Gubernamental, esa argamasa que selló todas las suturas en Madrid y las comunidades autónomas.
Por otra parte, Aznar tiene la confirmación de su valía: alguien con una preparación tan mediana, de pocas y nada provechosas lecturas, sólo puede haber ascendido tan alto (ya dijo que no puede aspirar a más) por su intuitiva desconfianza, por su olfato.
Huele dónde se fragua la traición o la blandura y detecta quién aspira a más, a sobrepasarle: es un mandatario como la copa de un pino. La copa de un pino.
De copas se fue y de liberalismo se emborrachó. Se declaró antiestatalista, antinormativo, siendo sus libros manuales contra el Ogro filantrópico, contra el Estado del Bienestar que a tantos apesebra.
Estas ideas las aprendió de Mario Vargas Llosa, que de cuando en cuando lanza soflamas liberales rodeado de duros de corazón.
El individuo puede. ¿Pruebas?, se pregunta Aznar. Yo mismo soy la prueba, podría responder: de provincias llegué y en las Azores aterricé. Una España grande en el mundo es un país fuerte, una nación que cuenta —que contaba— entre las potencias.
Las relaciones internacionales le dieron proyección. ¿A España? No, a este hombre bajito que se aupó a hombros de gigantes.
Eso es síntoma de inteligencia: si no puedo destacar dando botes o dando voces, me subiré a la chepa de los atlantistas, que son más y están armados hasta los dientes.
Los dientes, el bigote, el pelo. José María Aznar ha pasado por ciertos cambios de imagen. Del estadista pulcro y tradicional al exmandatario con melenas, con melena corta, y gimnasia virtuosa.
Unos se castigan el cuerpo con cilicios; otros lo hacen con miles de abdominales o con carreras interminables. Etcétera, etcétera.
Tercero
En la vida de cada cual siempre hay un momento en que la existencia muda, cambia, un acontecimiento o hecho que altera, que trastorna lo previsible o lo ya dado.
En Aznar, ese suceso no es la llegada al poder. Es, por el contrario, su salida. Justo cuando deja la Presidencia del Gobierno, don José María rejuvenece y se pone de puntillas para parecer más alto.
Es más, adopta de cuándo en cuándo una indumentaria informal con colores kakhi o pastel. Revela gran audacia. Pero sus logros no se reducen a la vestimenta. Hay más.
Se hace con puestos en algunos consejos de administración. Se llena de nietos para los que imagina un imperio empresarial o una asesoría de magnates (quizá mangantes).
Mejora su nivel de inglés americano (tal vez también su catalán íntimo). Se deja crecer su envidiable cabellera, tan ondulada, que le da una imagen de rebelde otoñal y hasta bohemio.
Y, sobre todo, comienza a domar su cuerpo con series de miles y miles de abdominales.
Se le ha visto con gafas Ray Ban Aviator, el símbolo del tipo duro, del killer. El resultado es, sí, otro hombre, un Aznar más viril. De repente, la prudencia que aún conservaba cuando gobernaba ya no le sirve.
Decide ser un látigo liberal, casi un libertario de postín que bebe vino a espuertas aunque tenga que conducir. Para eso se conduce a sí mismo, ¿no?
Y decide ser un escritor de domingo con contratos millonarios. He leído los volúmenes que ha publicado: la prosa es árida y arenosa, y sólo en algún momento se vuelve lírica y rematadamente cursi.
Desde las fotografías de las sobrecubiertas hasta la contra, nada tiene desperdicio: como en el cerdo, todo es aprovechable.
Es un hombre seguro de sí mismo. O eso dice. Es un hombre que sabe cuáles son las soluciones. O eso dice.
Es un hombre que padece con resignación nuestra estulticia, esa tontería española de no apreciarlo como se merece. Se fue, pero él está a nuestro servicio, dice.
Al servicio de un Partido por el que circuló mucho dinero y al que llegaron gentes bigotudas, mediocres, trepas, ventajistas, aprovechados, avispados, delincuentes, opusdeístas, clericales y tesoreros.
Nadie sabe qué o quién es Aznar, nadie sabe bajo cuál de esas categorías lo incluimos ahora que ya no le queda bigote.
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La versión original de este escrito apareció en mi libro Bestiario español, publicado en 2014. Salvo alguna leve modificación, el texto permanece sin cambios notables.