Sé que es inverosímil. Sé que nadie me va a creer. Pero es verdad si les digo que este fin de semana lo hemos pasado viendo viejas películas de Franco o sobre Franco, sobre su Alzamiento y sobre la larga, la inacabable posguerra que siguió.
¿Y eso?, me preguntará alguien que se haya quedado ojiplático. ¿No tenían nada mejor que hacer?
Juro que no es masoquismo. Tampoco es sadismo. En fin, el maratón franquista no se debe a nuestra orientación o desorientación política.
Sencillamente se trataba de refrescar, de volver a ver un par de películas o tres, material fílmico e histórico de primera para nuestras clases y conferencias a impartir sobre el periodo franquista.
Los dos films que hemos visto pertenecen al mismo director, José Luis Sáenz de Heredia. La primera película data 1941; la segunda, de 1964.
La primera nos mostraría los inicios del franquismo, la representación ideal y simbólica de la familia —y de la familia Franco en particular— y de su papel carismático y providencial en España.
La segunda, por el contrario, iniciaría lo que podríamos llamar el tardofranquismo, esa etapa final, incluso terminal, de un régimen cruel e inacabable que hacia 1964 alardea de paz y victoria.
Ya se sabe. El régimen se impuso por la fuerza de las armas, por los apoyos internacionales y por el miedo, tras una guerra civil concebida como Cruzada.
Se impuso, en fin, valiéndose de la represión más extrema y del exilio, sirviéndose de la emigración: de la forzarla marcha de intelectuales, de profesionales, de servidores públicos y también de obreros y campesinos.
Pero el régimen se impuso también al ganarse consensos activos y pasivos de una parte de la población. Sin duda, la indiferencia y la tibia adhesión fueron factores que ayudaron a la perpetuación de Franco. Todo, bien sabido.
¿De qué películas hablo? Ustedes ya lo habrán adivinado. Me refiero a Raza, que en efecto data de 1941, y me refiero a Franco, ese hombre, de 1964.
Como se sabe, la primera se basa en un apunte novelesco o esbozo de guion del propio Caudillo. Es una especie de autoficción muy inflamada. La segunda, no menos inflamada, es la hagiografía del Generalísimo, con presencia final del propio dictador. Franco lee y declama con mucho artificio.
Si tan espantosamente toscas son, ¿para qué volver a verlas? En casa debíamos cumplir la obligación académica de documentarnos otra vez. La obligación de verlas de nuevo, ea. Sin entusiasmo alguno. ¿Entusiasmo?
Raza y Franco, ese hombre carecen de virtudes cinematográficas propiamente dichas, de valores argumentales o de alardes estéticos que las haga inolvidables. En ambas cintas hay un reflejo lejanísimo o una influencia poco aprovechada de Leni Riefenstahl. Poco más.
Aunque a Sáenz de Heredia debemos algún film digno, lo cierto es que la autobiografía novelesca de Franco y la hagiografía militante del Caudillo son piezas soporíferas y de ejecución torpe.
Aunque, ahora que lo pienso, ambas sí que son inolvidables, sí. Por el tostonazo, vaya, y son efectivamente inolvidables como experiencia histórica y antropológica, entre el terror, la fantasía y el sarcasmo. Estos films pertenecen, involuntariamente, a los géneros cómicos.
Los guiones de ambas películas son toscos y los personajes declaman adoptando actitudes enfáticas. Los encuadres, ya digo, son reflejos desmejorados de Riefenstahl.
Una, la más temprana, es una invención del propio Caudillo (que firma el texto originario como Jaime de Andrade), mientras la otra es un documental propagandístico sobre los XXV Años de Paz que habría traído el Régimen.
En ambos casos, estamos ante ficciones. Ante ficciones increíbles, que es lo peor que le puede pasar a un film o a un relato: su torpísimo guion —ya digo—, su tono machaconamente panfletario y unos dialogos impostados hacen inverosímil las historias que contemplamos o se nos cuentan.
¿Y qué historias se nos cuentan? son archisabidas. Las aúno. Les abreviaré, además, la moraleja para que así no tengan que abrevar en charcas tan hediondas.
1. La denodada lucha o Cruzada de los buenos españoles, guiados por la mano y la espada providencial del Generalísimo, curtido en mil batallas patrióticas y disponible siempre para acción más valerosa y arriesgada. Para poner orden.
2. El abnegado esfuerzo de los buenos españoles, abnegado esfuerzo dirigido y tutelado por Franco para sacar adelante una patria malherida y anteriormente vendida por la conspiración de rojos y masones.
3. La inevitable guerra y la reconfortante paz que debemos al Caudillo, una depuración que la Iglesia bendice y que los buenos españoles agradecen beneficiándose de sus ventajas, esas que el propio Franco reparte a manos llenas.
En un libro de Fernando Sánchez Dragó que está a punto de aparecer, titulado Santiago Abascal. España vertebrada (2019), el líder de ese partido del que usted me habla dice que el golpe de Estado de 1936 fue algo justificado y hasta necesario. “Digamos que fue un movimiento cívico militar”.
Por supuesto voy a leer dicho libro (algunos ya saben de mi querencia por la literatura basura y por las efusiones o derramamientos literarios de Fernando Sánchez Dragó). Lo voy a leer…
Abascal, creyendo rebajar la deslealtad de los golpistas del 36, agrava involuntariamente el asunto.
Llamar movimiento a un golpe de Estado es exactamente la conclusión a la que llega el propio Régimen: que calificará de Movimiento aquella cosa.
Y tipificar de cívico-militar a esa conspiración, que es lo que fue, no es restarle gravedad. Un movimiento cívico-militar, que es la forma “respetable” de la conjura, suele ser, sí, el origen de las dictaduras más sanguinarias. Punto y aparte.
Los movimientos vienen a poner orden. A propósito de las elecciones, a Abascal se le escapó días atrás que su partido y los buenos españoles vienen a poner orden en el Parlamento.
No he leído o escuchado muchas quejas o críticas escandalizadas ante esas palabras. En los movimientos de esta índole poner orden en el Parlamento es manifestación explícita de antiparlamentarismo.
En el Parlamento no se pone orden, sino que las cámaras de representación dan voz y expresión al desorden y a los conflictos de la vida civil. Quien quiere acabar con ello, a caballo o a pie, mata la vida civil y desactiva o liquida el Parlamento.
Atentos.