Recuerdo en 2019
Los miembros del grupo se están acicalando, dándose los últimos retoques, quitándose las últimas arrugas, recolocándose los pantalones.
George Harrison permanece oculto, en parte tapado por la señora que parece fiscalizar estos preparativos.
Ringo la mira con simpatía o extrañeza. Paul, con simpatía, se esfuerza muy diligentemente: trata de arreglar la hombrera del batería.
¿Y Lennon? John se dispone a encabezar la marcha. Va completamente de blanco salvo el cinturón de sus pantalones, a los que parece dar el último toque.
Mira despistadamente (o no) a algo o a alguien que está fuera de campo, quizá una meta, un destino.
Su larga cabellera y las barbas le dan un aspecto de predicador, de profeta bíblico, de guía. Lástima que no lleve una túnica blanca para parecerlo enteramente.
Luce el sol, el sol londinense. Estamos en verano, en agosto de 1969. La escena es desenfadada e insólita.
Ian McMillan está a punto de retratarlos cruzando el paso de cebra de Abbey Road. En uno de los descansos, mientras graban el disco homónimo para Apple Records, salen.
Entre otras cosas y bajo otro enfoque pronto veremos el Volkswagen Beetle que quedó inmortalizado en la calle.
Hay algo religioso en el tránsito: los componentes de The Beatles están en la cúspide de su carrera y se saben dioses.
Pero son accesibles, desenvueltos, contrariamente a la Providencia irritable del Antiguo Testamento.
Al fin y al cabo, como dijo John, The Beatles son más famosos que Dios. Por entonces, claro.
Porque tiempo después, cuando el grupo se haya disuelto, Dios reaparecerá en alguna canción de Lennon, en God (1970).
Justamente en dicha pieza, en God admitirá que ya no hay ídolos, que el sueño se ha acabado.
The Beatles no han acabado.