Hace varias décadas, a comienzos de los sesenta, Hannah Arendt publicó un relato que conmovió al mundo entero.
Se oponía a un juicio dominante, se enfrentaba a una opinión mayoritaria, se resistía a dejarse llevar por la evidencias de su propio contexto.
El libro al que me refiero, archiconocido, es Eichmann en Jerusalén.
En aquel volumen, la politóloga norteamericana de origen judío-alemán, narraba los avatares, el proceso y la condena de Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS y uno de los mayores criminales de la historia.

Saltándose la legalidad internacional y el contexto diplomático, un comando israelí capturó a Eichmann.
El antiguo teniente coronel vivía cómodamente instalado en una Argentina en la que había encontrado refugio.
Tras la Guerra Mundial, allí se había cobijado bajo una identidad falsa.
El funcionario alemán sería secuestrado trasladado y juzgado en Jerusalén por los delitos horrorosos que, como responsable de la deportación y muerte de miles de judíos, se le imputaban.
Fue tal la perversidad de los crímenes que quienes le encausaron se obstinaban en presentarlo como un monstruo del mal, sin perfiles, sin vida normal.
Nadie en su sano juicio podía ser capaz de infligir tanto daño; nadie con un mínimo de reparo moral podía ser responsable deliberado del horror que se le atribuía.
Como se sabe, Hannah Arendt se opuso a este criterio: se empeñó en hacer de Eichmann un tipo precisamente normal, alguien que pudo haber optado por el bien en vez de por el mal, un mediocre.

Con la valentía y con la obstinación que la caracterizaron, y enfrentándose a la opinión común, la pensadora celebró el discurrir del proceso, su pulcritud.
Y, más importante aún, Arendt delimitó el estado y consecuencias morales de la culpa que achacar al miembro de las SS.
Eichmann –insistió– no era un degenerado patológico. Había que tomarse en serio sus pretextos, los pretextos del matarife alemán.
Esos pretextos, en vez de irresponsabilizarlo, servían para detallar lo banal de su maldad.
En efecto, Eichmann era un tipo trivial, uno más entre millones, un esforzado ciudadano que no se metía en pendencias particulares.
Era alguien que decía observar respetuosa y virilmente las costumbres y las tradiciones de su país y que se oponía a quienes –a su juicio– las bastardeaban.
Era un amante de su patria, un amigo en quien se podía incluso confiar, un vecino ejemplar, un eficaz, laborioso y modélico funcionario.
El teniente coronel Adolf Eichmann no hacía nada extravagante, ni nada que atentara contra las reglas del contexto, del contexto en el que obraba.
Permítaseme una definición simple y operativa de dicha palabra.
El contexto es el espacio y el tiempo en el ocurren y coinciden ciertas cosas, el lugar y el momento de la acción humana.
La acción tiene límites, está inspirada en valores y en normas reconocibles de la circunstancia histórica.
De hecho no podemos escapar literalmente a nuestros respectivos contextos generales y particulares.
En esos momentos nos relacionamos con otros y, por tanto, nos atenemos a las reglas, a la costumbre.
Si el contexto es jerárquico, nos ceñimos además a las órdenes que nos dictan. Podemos ampararnos en el contexto para no desobedecer.
Podemos apelar al contexto para hacer como los demás, como los restantes. Eso, más o menos, es lo que hizo Eichmann.
De hecho, concluía Arendt, si había sido un eficiente organizador de las caravanas de la muerte, no se debió a ninguna inquina particular. Nada de eso.
No había odio explícito ni ojeriza personal contra los hebreos; no había hostilidad expresa ni, por supuesto, –según se exculpaba Eichmann ante el juez— los había hostigado.
Es más: con alguno de ellos había llegado a tener trato amistoso, incluso cordial.
Hannah Arendt hizo el esfuerzo doloroso y supremo de acercarse a uno de los máximos responsables del Holocausto, a sus pretextos y contexto.
Fue el suyo empeño de intentar entender qué cosas podía haber en el alma –permítaseme una expresión antigua– de quien se empecinó en ser un diligente funcionario de la muerte.
Eichmann fue un ciudadano corriente que simplemente no se interrogó acerca de lo que hacía, del mal que ocasionaba, alguien que no sintió miedo o inquietud o desazón especiales.
¿Por qué razón? Justamente porque con él no había reproche alguno, cargo que imputarle o con que afearle su conducta patriótica.
Fue tan laborioso, obstinado, fehaciente en el cumplimiento de sus funciones letales, de los trabajos que le adjudicaron, que su tarea fue desempeñada con frialdad impersonal.
Con la frialdad personal de quien sabe cuáles son sus obligaciones y no se pregunta por la índole de las mismas.
Con la frialdad de quien no se interroga por sus consecuencias, por el reparto que a él le corresponde y por los efectos que se derivan de su aquiescencia, de su participación o de su silencio.
En las intervenciones públicas que hay hoy en día, en nuestro presente, algunos echamos en falta el análisis del alma del verdugo, de los corruptos, de quienes cometen latrocinio.
No es sólo tarea de psiquiatras o de sociólogos, de psicólogos o de terapeutas.
Necesitamos a una nueva Hannah Arendt que, con tino, con denuedo, con inteligencia y con clarividencia, nos ayude a evaluar su psique y su composición.
Necesitamos a alguien que examine lo que constituye su existencia ordinaria, esos momentos seguramente triviales que también tuvo y en los que se abismaba o en los que era derrotado por el tedio.
A pesar del horror de que es capaz, a ese individuo no podemos tomarlo como una simple fiera o un depredador.
Por ello queremos atribuirle una vida privada, unas zozobras, unas dudas acerca de sí mismo.
Queremos atribuidle tal vez alguna complejidad torturada, tal vez una angustia privada que lo justifique como ser humano.
Queremos pensarlo en contexto, pero no para exculparlo.
Acostumbrados cada uno de nosotros a cargar con culpas reales y fantásticas, queremos pensarlo como Raskólnikov.
Como el Raskólnikov de Crimen y castigo, de un Raskólnikov dañino, tóxico, destructivo, peligroso, muy peligroso, pero Raskólnikov al fin.
Pensamos, en efecto, en el alma torturada del homicida de Crimen y castigo y queremos concebir al verdugo o el corrupto de nuestro tiempo como una fiera con perfiles.
Una fiera con perfiles, con apetitos personales, con odios personales, con cargas personales, con algún remordimiento, con alguna vida ajena que sostener.
¿Se oponen alguna vez a las evidencias incontrovertibles del contexto en el que están.
Si son como Raskólnikov, hay esperanza, nos decimos. ¿Pero y si, por el contrario, se parecen más a aquel personaje de Joseph Conrad, a aquel dinamitero sin escrúpulos de ‘El agente secreto’ que decía desentenderse de cualquier sentimiento?
“Él me miró muy fijamente. Pero yo no. ¿Por qué tendría que dedicarle más que una ojeada? Él estaba pensando en muchas cosas… sus superiores, su reputación, los tribunales, su sueldo, los diarios… un centenar de cosas. Pero yo sólo pensaba en mi perfecto detonador”.
¿Cuáles son las pequeñas cosas en las que piensa nuestro verdugo de hoy y de siempre, o nuestro corrupto empeñoso? ¿A quiénes se parecen, a Raskólnikov o al dinamitero de Conrad?
Necesitamos a una Hannah Arendt que nos ayude a entender esa psique de maldad indescifrable o de cinismo atroz.
Adolf Eichmann nació en 1906 y murió en 1962, después de haber sido juzgado por el tribunal israelí y condenado a muerte en la horca por crímenes cometidos contra la humanidad.
Eichmann fue un funcionario nazi ejemplar: ingresó en el partido nacionalsocialista cuando Hitler subió al poder y alcanzó el grado de coronel de las SS.
Desde 1938 estuvo al frente de una oficina especial que tenía por objeto estudiar cómo llevar a cabo la supresión de los judíos en las zonas de ocupación nazi.
Desde 1940 se encargará de dirigir el departamento de seguridad del Reich, justamente el que debía aplicar la política de Solución Final.
En razón de ello preparó la deportación e instalación de judíos en campos de concentración.
Durante el proceso que se le siguió en Jerusalén, Hannah Arendt informó con detalle del curso de las sesiones.
Informó de las deposiciones y parlamentos de los comparecientes, pero sobre todo insistió en mostrar a un personaje ordinario, capaz de cometer el mayor mal sin experimentar quebranto o dolor moral.
Fue eficaz servidor de órdenes superiores cuya decisión a él no correspondía y cuyos secretos y significados no estaba en disposición de discernir.
Actuaba en contexto. Él se creía resorte, instrumento, eficacísimo, eso sí, pero medio, al fin.
El mal –insistía Arendt en su informe– no es necesariamente una empresa diabólica, no es tarea de seres deformes.
No es ni siquiera actividad que sólo puedan desempeñar monstruos como a los que nos han acostumbrado ciertos relatos de terror, añadiríamos nosotros.

El mal es ordinario y no requiere un diseño maligno o una justificación para materializarse.
Sólo precisa algo de rencor, de hostilidad, de razones y de relajación o quiebra moral.
Pero el mal no lo da el contexto necesariamente: es preciso que se tome la iniciativa de hacerlo o que se torne la decisión de no impedirlo.
Adolf Eichmann: exactamente, alguien que se sacude la responsabilidad de tomar decisiones, alguien que siempre está dispuesto a imputar sus fracasos o sus crímenes a los demás, al mundo entero.
Como subrayó Pascal Bruckner, hay en nosotros siempre la tentación de la inocencia, la protesta quejica ante lo que la vida nos inflige, la puerilidad y las lamentaciones.
«La eterna propensión del hombre libre a la dimisión, a la mala fe puede ser contrarrestada o frenada», añade Bruckner, «pero nunca del todo sofocada».
Está bien el diagnóstico, pero es errónea la gran consecuencia que este filósofo apresuradamente extrae.
No basta con quitarse de encima la responsabilidad.
No basta con exculparse por ignorancia o por amor.
No basta con apelar a la obediencia debida o al contexto. No basta con hacerse el muerto.
Los individuos somos responsables de nuestros actos, al menos en el sentido de dar la cara, de afrontar los efectos de lo hecho o de lo que pudiendo haber hecho no hicimos.
[…] 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9 y […]