Por alguna razón inexplicable o al menos por alguna razón que yo no me puedo explicar, leo o suelo leer los artículos que Juan Luis Cebrián publica en El País o incluso los libros que con su nombre aparecen.
Alguien me dirá: lo lees por tu vieja adhesión a El País. Y no, no es ésa la razón.
El País es un periódico al que estoy suscrito (también a otros de distinta filiación) y que leo por la calidad media y alta de sus colaboraciones y producciones.
Suele estar bien concebido, suele ser moderado y me resulta interesante contrastar las informaciones y las opiniones que en sus páginas se vierten. Contrastarlas con los puntos de vista de otros medios.
Admito que El País dirigido por Soledad Gallego-Díaz volvió a engancharme tras la aciaga época de Antonio Caño.
Mientras éste permaneció al frente, el diario en efecto parecía estar en el frente, en el campo de batalla. Caño llegó a convertir dicho periódico en un arma más de la brunete mediática.
Ahora Gallego-Díaz ya no dirige El País. Por supuesto, este diario es un periódico de referencia, con secciones imprescindibles, y yo no pido estar siempre de acuerdo con sus posturas y causas.
Simplemente, su calidad me sigue atrayendo y, por ello, sigo leyendo los editoriales aunque disienta o precisamente porque disiento.
Como sigo leyendo a Javier Sampedro, a Elvira Lindo, a Antonio Muñoz Molina, a David Trueba, a Javier Cercas… Y a periodistas que hacen bien o muy bien su trabajo.
Lo de Juan Luis Cebrián es otra cosa. Frecuento sus artículos o sus libros para escandalizarme. ¿Acaso por el extremismo del que haría gala? ¿Acaso por masoquismo?
En general me estimula mucho todo aquello que me alborota o todo aquello de lo que abiertamente disiento. Me tonifico con tóxicos, con venenos ingeridos en pequeñas dosis.
Por ello, que me digne leer la literatura periódica de Cebrián prueba que hay algo en su prosa que despierta mi interés, mi asombro, pero no mi adhesión o admiración.
Lo leo porque sé que sus escritos empiezan o acaban provocándome rechazo.
De entrada debería estar conforme con sus argumentos: por lo común habla o dice que habla en defensa de la democracia parlamentaria frente a toda tentación autoritaria o autocrática.
Pero, tras esa posición que parece razonable o sensata, el autor sentencia con arrogancia y condena sin paliativos.
Se pronuncia casi siempre con una altivez intelectual que, imagino, él identificará con la excelencia o con un elitismo bien entendido.
El caso es que yo sí lo entiendo, sin demasiado esfuerzo. A Cebrián. ¿Cómo es eso? Pues porque sus estudios, sus erudiciones o sus diagnósticos no alcanzan gran altura u hondura. Están a disposición de cualquiera, hasta de los idiotas.
Esos textos son muy previsibles, muy corrientes. En efecto, son tan y tan corrientes que con frecuencia pecan de ordinarios.
Y así el autor se aúpa a su ego para denostar a diestro y siniestro. Insulta a muchos e indulta a unos pocos.
Y ahora, en su último libro titulado Caos (2020), tipifica al idiota que acá o allá nos gobierna o nos engaña. Y la cosa tiene mérito, aunque no sé si él se da cuenta.
Si esta gente de la que habla, de perfiles tan variados, logra engañarnos no deben de ser tan idiotas.
Dentro de esta categoría tan evanescente e imprecisa caben muchos: desde Donald Trump a Jair Bolsonaro, desde José Luis Rodríguez Zapatero hasta José María Aznar.
Cebrián emplea un término injurioso aunque él diga que no lo hace “con ánimo ofensivo” o como insulto, “pese a que algunos lo merezcan”. Dice emplear idiota “en la segunda acepción que registra el diccionario de la Real Academia Española”. ¿Y cuál es?
«Engreído sin fundamento para ello».
Bien, admitido. ¿Pero para qué tipificar, identificar y diagnosticar a los idiotas? Pues para resaltar el caos que se extiende, dado que estaríamos rodeados de tal especie: la especie de los idiotas.
El mundo va a la deriva, nos advierte Cebrián en su manifiesto (que así lo llama). La pandemia ha agravado las cosas y esta situación excepcional muestra y demuestra quiénes son los idiotas que nos dirigen.
Los diagnósticos que Cebrián propone son muy poco complejos, aunque él invoque constantemente la complejidad.
Los simples son los otros, viene a decirnos una y otra vez… Y lo que leemos es un panfleto con ínfulas intelectuales, pero poco consistente.
Parece más bien su canto de cisne: el mundo no va bien desde que me apeé de la primera línea. Y aquí está el para sermonearnos.
Pero, más allá de esto, lo más importante es el subtexto que recorre sus páginas y, en general, sus artículos de prensa.
¿Cuál es? Sería algo así como: entre el gremio de los idiotas hay tres o cuatro que se llevan la palma; y entre estos últimos hay uno que además nos gobierna.
Ay, los viejos buenos tiempos, parece decirnos. Los viejos buenos tiempos…, cuando Felipe González dirigía con mano firme su partido y el gobierno, España y su nación.
Lo sepa o no, Cebrián lleva años retirado, manifestándose como un cascarrabias sin gracia. De El País es presidente de honor y, sobre todo, en su mancheta es como el jarrón chino que tanto luce, molesta o abulta. Le pasa lo que a su amigo González.
Esto que digo no me beneficia, ya lo sé, pues no se toca a Cebrián. Lo único que puede salvarme es que él no frecuenta las redes sociales (por las que siente aversión) y, por tanto, jamás me leerá.
No conseguiré ser su enemigo. Tampoco lo pretendo. Simplemente puedo decir con Loquillo aquello de “no vine aquí para hacer amigos”.