Ángel Gabilondo. La calidad humana

Un día, hace de esto diez años, conocí personalmente a Ángel Gabilondo. Nos tratamos durante esa jornada, un solo día que no se repitió.

Creo que posteriormente nos remitimos algún mail de cortesía por esta o aquella publicación de uno u otro.

No fue el azar. Fue la necesidad. Era una jornada académica, previsiblemente académica. En la Facultad de Filosofía de mi Universidad.

Fotografía: Amaya García | Madrid. El Mundo

De eso hace de una década, ya digo.

¿Qué hacíamos allí? Compartíamos plaza en un Tribunal constituido para juzgar la tesis doctoral de Josep A. Bermúdez, dirigida por Manuel Jiménez Redondo.

Excelente. Excelente factura y buena reflexión.

Éramos cinco los miembros de aquella comisión. En conjunto: cuatro catedráticos de filosofía de gran prestigio… Y un profesor procedente de la Facultad vecina: la de historia.

El representante de historia era yo, una pieza más o menos incongruente en una tesis de mucho vuelo teórico.

Yo no acudía en calidad de nada, de ninguna cuota. Sin más, Manuel Jiménez Redondo y Josep A. Bermúdez habían considerado muy amablemente que debía estar allí.

Me habían juzgado muy favorablemente al pensar que mis conocimientos acerca del tema, el pensamiento de Michel Foucault, me daban alguna autoridad.

Por supuesto me sentí muy honrado al estar rodeado por personas tan sabias, tan sutiles y tan educadas, entre ellas Ángel Gabilondo, cuyos textos sobre Foucault había leído con fruición.

El resultado de la tesis fue el previsto, dado el autor y dada la autoridad indiscutible de su director: hondura y soltura expositivas, habilidad razonadora, prosa de mucha enjundia.

El doctorando obtuvo la máxima calificación. Fue un placer intelectual escuchar la intervención del postulante y las réplicas y contrarréplicas de los profesores.

En esas horas tuve la oportunidad de departir con las restantes personas y, sobre todo, con Ángel Gabilondo.

He conocido a muy pocas personas del medio académico tan preparadas, tan ponderadas, tan equilibradas.

Gabilondo, aquel que yo conocí, me hablaba con gran lucidez intelectual, con mucha simpatía.

Conforme avanzaba nuestra conversación intermitente iba descubriendo a alguien sólido y sencillo, sin sosería alguna.

Más aún, iba descubriendo a un ser noble, accesible, sin esos vicios tan comunes en el medio académico como son la fatuidad, el engolamiento y la crueldad.

En estas horas de transición, en estos momentos de espera, le deseo lo mejor y que no levante la voz, que no grite, que no pierda la calidad humana que lo engalana.

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