He leído los Diarios (2021), de Rafael Chirbes. No me mueve el morbo; tampoco el chisme. Me mueve el género.
Mi lectura la motiva el diario, el gusto que tengo por los diarios. Es, en efecto, un género de escritura.
Y, ademas, es o puede ser literario, con vocación de estilo, con cuidado por la frase, por el periodo, por la sutileza, por lo bello, etcétera.
En un dietario, como en toda producción o creación, podemos captar el perfil y la psique de un autor.
Ello sucede no porque quien confiesa sea sincero, sino porque sus verdades, mentiras, errores, lapsus o silencios son objeto de examen. Al menos por mi parte, que soy fiel lector de diarios.
Ese material privado o íntimo puede, en efecto, contrastarse parcial o totalmente hasta averiguar la índole —la buena o mala índole— de quien escribe, sus debilidades, sus logros o virtudes.
Cuando leo diarios, esta tarea me exige la mayor atención y la mayor distancia. Quiero obrar como un hermeneuta que examina el recto y el verso de la escritura.

En todo dietario hay un pacto autobiográfico en virtud del cual el diarista revela sinceramente sus hechos, dichos, vivencias y experiencias.
Probablemente eso no se cumple jamás. Pero no importa.
Al leer esos dietarios me convierto en analista, en estudioso, y confirmo no sólo las equivocaciones o aciertos, las bajezas o flaquezas del autor, sino también las mías.
Me veo parcialmente reflejado, me veo monstruosamente reproducido y eso mismo me hace ser menos punitivo: conmigo mismo y con mis congéneres.
El volumen de Rafael Chirbes es duro y hasta cruel. Demuestra, como no podía ser de otra manera, una prosa firme, de novelista consumado, con pocos desfallecimientos.
El diario tiene páginas de gran lucidez y de extrema acidez. Se retrata el diarista, se expone y se compromete.
Enjuicia, valora, sopesa. Y al hacerlo acierta o yerra y, sobre todo, muestra sus odios, sus ojerizas, sus rencores, sus inclinaciones y sus predisposiciones.
El libro que acabo de leer es un primer volumen de sus diarios (en parte aún inéditos).
Abarca desde los años ochenta del siglo XX hasta 2005, cuando el éxito aún no ha consumado enteramente su proyecto literario.
El libro de Chirbes es un volumen de honduras y amarguras, un repertorio de cuadernos privados que serán públicos.
Serán públicos, no por voracidad de los herederos, dispuestos a explotar crematísticamente al muerto.
Podemos leerlos por voluntad expresa del autor: fueron revisados por él mismo con el deseo de sacarlos a la luz. Con sus logros y sus miserias.
Entre otras cosas, esas páginas son las confesiones de un hombre que fue huérfano y pobre, que jamás se quitó la culpa, el lastre del pecado, que aspiró a la creación y al arte literario.
Son escritos de interior con la esperanza y la frustración de quien quiere ser novelista, de quien aún no ha alcanzado sus mayores logros.
Leo el diario y me sorprendo, lo leo y me irrito. Sí, me irrito. Lo leo y en no pocas ocasiones convengo.
Tiene pasajes de extrema dureza ante la estulticia del mundo o de los demás. Lo que juzga estulticia.
Pero no es menos cruel o resentido consigo mismo: hay páginas que son amargas, dolorosas, las de un hombre aún lastrado por la culpa judeocristiana.
Son las páginas de alguien que se destruye, que se inflige severas laceraciones, que se abandona a ebriedades terminales.
Pero el libro de Chirbes contiene además —y es lo que más me interesa— reflexiones atendibles, muy atendibles, sobre la creación y sus dificultades, sobre el hecho literario y extraliterario, sobre el sexo y el amor.
Luego hay páginas de severos análisis que demuestran gran penetracion crítica.
Por ejemplo, las que dedica a Arturo Pérez-Reverte. Como se ha dicho en la prensa, las páginas en que el autor valenciano examina Cabo Trafalgar no pueden ser más vitriólicas y hasta sarcásticas. Y pertinentes.
Veo que comparto con Chirbes criterios comunes a propósito de Pérez-Reverte. Y veo que la lectura de estos diarios perturba, complace y provoca toda clase de cavilaciones.
Yo aún sigo pensando. Si esto me lo ha provocado el volumen, estoy agradecido al autor.
Sus errores, odios y laceraciones, la hendidura de sus úlceras, la gravedad de su mirada me permiten mi propio autoanálisis.
Yo siempre he sido más cobarde. O más civilizado. Pero no mejor.