Empecemos por dos o tres cosas muy conocidas.
De entrada, el adjetivo “moderno” es hoy una palabra frecuentísimamente empleada. Aparece una y otra vez en el lenguaje corriente. Se dice con buen tono y, en ocasiones, se dice con sentido derogatorio, peyorativo.
Por ejemplo, el moderno es el que está al día, un tipo que detecta el curso de los tiempos y los cambios, incluso que se anticipa a esos cambios. Sobresale por encima de la media y de sus contemporáneos.
Pero moderno tiene también una acepción más negativa: se refiere al frívolo, al individuo ligero o ligerísimo, poco definido o poco consistente; se refiere a aquel que está demasiado atento a la moda o que está en boga.
En los medios de comunicación y en las conversaciones vulgares, ambos registros son habituales.
Me propongo precisar sucinta y modestamente qué significa ser moderno y me propongo distinguir modernidad de modernismo.
La primera es un estado de la sociedad y de la concepción de la sociedad. Define un periodo de tiempo que abarca desde el siglo XV hasta el Novecientos.
La modernidad alude al individuo, el humanismo, al racionalismo, al empirismo, a la ciencia nueva, a la ilustración, a las luces, al progreso material.
Alude a aquella sociedad en que son posibles la habilidad el discernimiento y el pensamiento humanos.
El individuo, sólo o en compañía de otros, es capaz de enfrentar todos los obstáculos, capaz de superar todas las dificultades, haciendo uso para ello de la técnica, de la ciencia aplicada a la resolución de problemas.
El progreso es su idea seminal.
El modernismo, por el contrario, es un fenómeno estético que comienza a manifestarse a comienzos del siglo XX. Alude a la creación, a las artes, a la cultura.
Alude a la relación hostil que se establece entre el creador y sus públicos, a la relación convulsa que se da o puede darse entre quien crea y quien recibe, entre quien carga con la tradición para disolverla, para producir algo nuevo, insólito o inaudito.
Como indicaba, la modernidad corresponde exactamente a los tiempos modernos (como la propia reiteración cronología indica), es decir, al mundo del humanismo y de los descubrimientos, al mundo de la ciencia y de la filosofía.
El modernismo, por el contrario, es la revolución artística que se opera a principios del Novecientos: pone en cuestión y en crisis el adornamiento y el adocenamiento burgueses, la función meramente ornamental de las artes, la recepción conservadora y la descodificación convencional de la producción estética.
Regresemos al lenguaje vulgar de nuestros días.
Empleamos el adjetivo moderno con mucha liberalidad, asociándolo a lo novedoso, al cambio, a lo que creemos distinto y llamativo.
Por ejemplo, tildamos de modernos ciertos espectáculos o cierto cine. Tipificamos como tal esos escritos que llamamos literatura moderna.
Y, ya puestos, identificamos como propiamente modernos individuos que por su indumentaria, por sus actitudes, por sus gestos o por sus ideas son reconocidos como tales. Llaman la atención, aunque sin pasarse.
Decir de uno que es moderno es señalarlo como avanzado, un adelantado, probablemente porque sus contemporáneos (modernidad) o su público (modernismo) no acaban de congeniar con las ideas, los planes, los proyectos o las creaciones del moderno.
O posiblemente porque sus coetáneos no acaban de aceptar el reto pequeño o grande que el moderno propone. Al menos cuesta incorporarse y adivinar qué pretende o qué nos plantea o que nos ofrece o cuáles son las consecuencias.
Por tanto, ¿a quién me refiero cuando hablo de moderno? A alguien que vive con su tiempo, adelantándose a la vez a su tiempo.
Me refiero a alguien que vive al día y sus días vertiginosamente, con aceleración, con premura, buscando provecho y satisfaciendo sus necesidades.
No es un desplazado, sino un tipo que ha sabido captar el espíritu de la época, un estado o un dato que las masas tardan algo más en avizorar.
Cuando hablo de moderno aludo también a alguien que se exhibe con mayor o menor ostentación para así mostrarse y erigirse en pionero.
Aludo a alguien que gasta, que consume con largueza para beneficiarse de las ofertas de su propio tiempo. Aludo, en fin, a alguien que detecta los síntomas o rasgos de su propia época.
¿Con qué fin?
Con el propósito de aprovecharlos, con la finalidad de abastecerse de los recursos que esa misma era le proporciona.
Sin duda, ser moderno implica ser rompedor: muy revolucionario, parcialmente revolucionario o medianamente revolucionario.
Y todo ello en las formas, en las expresiones o en los contenidos de su acción o su enunciación.
Ser moderno implica sorprender al público municipal y espeso, a esos que se conforman.
Implica, en fin, desconcertar en todo o en parte a quienes esperan lo previsible, lo acostumbrado de la acción, de la producción o de la creación.
¿Esperan lo previsible? ¿Qué cosa?
Las cosas que desean sin esfuerzo sus congéneres, esos individuos de comportamientos predecibles, de ropas corrientes, de ideas comunes, que somos la mayoría.
Tener una idea común es repetir lo que ya está dicho una o mil veces. Es seguir la corriente. ¿Cuál es el beneficio? No granjearse el repudio de los iguales, de aquellos que se ciñen a lo tradicional o a lo convencional.
Por ejemplo, moderno era el burgués del Setecientos o del Ochocientos que gracias a la industria, al comercio y a las finanzas podía quebrar un orden milenario, una sociedad estamental de bienes raíces y vinculados, de patrimonios amortizados, de manos muertas.
El burgués aspiraba a prosperar, aspiraba al mercado, aspiraba a poner en el mercado todo tipo de fincas y mercancías. Sin restricciones.
En ese contexto, ser moderno era no subordinarse. Era levantarse contra el Antiguo Régimen, contra el orden señorial, para así alcanzar la propiedad libre absoluta.
Era crearse un patrimonio de riquezas materiales, un repertorio de bienes y recursos que permitiesen vivir holgadamente, incluso con ostentación material sin peajes de remoto origen feudal.
En el Manifiesto comunista (1848), Marx y Engels supieron glosar y celebrar la revolución de los burgueses.

Éstos, los burgueses, rompían atavismos, tradiciones, costumbres, normas, automatismos y valores propios de una sociedad rígida, una sociedad que ponía trabas al libre desarrollo de los individuos.
Medio siglo después (o poco más) ser moderno implica rebasar el horizonte burgués. Vaya paradoja.
Estamos a principios del Novecientos.
En esa circunstancia, ser moderno implica levantarse contra el orden y el buen gusto de los comerciantes, negociantes o industriales, esos públicos exactamente burgueses, adinerados pero inhibidos: propiamente burgueses, insisto.
A comienzos del siglo XX, ser moderno es romper con el embotamiento de los destinatarios convencionales, conservadores bien nutridos y poco o nada exigentes.
Cuando se inicia el Novecientos, la modernidad registra conmociones de mucho efecto: la Gran Guerra y la Revolución de Octubre.
Son fenómenos masivos y de incidencia universal, pero son también episodios característicos de un cambio civilizatorio.
Pertenecen también al modernismo.
Los revolucionarios antiburgueses de Lenin y sus compañeros eran modernos… temibles. Por su parte, la Guerra, con recursos técnicos de mucha novedad y gran eficacia, era un igualmente fenómeno moderno… temible.
Todo había empezado con la movilización general, con el sacrificio patriótico. La guerra era velocidad y técnica, estrategia y vanguardia.
La vanguardia es un concepto militar y belicoso. Es la primera fila de quienes se enfrentan. Es el pelotón reducido y aguerrido que se opone al enemigo.
El concepto de vanguardia estará en la guerra moderna, estará en el partido bolchevique (concebido como un ejército de revolucionarios profesionales).
Y estará entre los artistas antiburgueses, los modernistas que rompen o quieren quebrar la producción y la recepción de las de las artes, como Marcel Duchamp y su celebérrima obra expuesta: ‘La fuente’ (1917).
Llegamos, pues, al siglo XX y la modernidad y lo moderno aún están en pleno esplendor. Pero la modernidad y lo moderno serán puestos en entredicho.
Y hora? En pleno XXI? Estamos en el mundo posmoderno? O somos modernos todavía?