Siguen con éxito las sesiones del Aula Cultural de la Llibreria Ramon Llull.nLa Ramon Llull, ese espacio cultural premiado y reconocido que llevan Almudena y Francisco.
Dirijo un ciclo de conferencias del que nuevamente quiero informarles. En su momento se cerraron y completaron las matrículas del curso.
Quiero indicarles la buena marcha que llevan las sesiones, con un público inquisitivo y entregado. No se puede pedir más. Un bello espacio y unos interlocutores con interés y saber.
Este año dedicamos el Aula de Historia Cultural a Las vidas ajenas.

Como viene, siendo costumbre por mi parte, aquello a lo que me dedico es a exhumar personas y personajes, escritos y descritos por otros o por sí mismos, y de los que podemos aprovechar su experiencia o sus consecuencias morales.
Pues bien, una sesión que no teníamos prevista y que finalmente incluimos se desarrolla el día 27 de diciembre de 2022. La dedicamos expresamente a Frankenstein (1818) y Drácula (1897).

Justificaré esa sesión.
Entre los vicios confesables que puedo revelar están mis querencias góticas.
Me refiero a la estética remota y aparentemente desfasada del Ochocientos, la que cultivaron quienes se adherían a la literatura de terror.
De ese género sobreviven algunos autores y personajes que, a pesar del tiempo transcurrido, conservan una lozanía y un vigor sorprendentes.
Parece como si por esas figuras y quienes las crearon no pasaran los siglos. Algo de esto hay, sin duda. No pasan los años…
Sin embargo, el género gótico, al que se ha querido rescatar vinculándolo con Stephen King, por ejemplo, no remonta.
Hay excepciones, por supuesto. Pero hay también muchos creadores del siglo XIX que están definitivamente muertos y ya olvidados. Ah, la posteridad literaria…
Pero volvamos a quienes buena o malamente sobreviven: para su agonía y nuestro gozo.
La criatura y el vampiro son productos culturales del pasado a los que exhumar, pero no porque estén muertos, sino porque no están inertes, porque no acaban de abandonarnos.
Son muertos vivientes o vivos recientes, tipos repulsivos u odiosos: o carentes de belleza, o dueños de un atractivo malsano.
Son criaturas, son seres de la noche y del horror, como reza el tópico. Tienen una compostura, una hechura, unos propósitos casi humanos sin serlos enteramente, es cierto.
¿Son bestias de escasa o nula humanidad?
Se lamentan del tiempo que les ha tocado vivir, eso sí. O viven fuera del tiempo: son extemporáneos. O viven a despecho de su época, que es la suya (y la nuestra).
Además, los reproches son constantes y parecen estar justificados: esos personajes se lamentan de la ingratitud y del género humano; se lamentan de su suerte.
¿A quiénes nos referimos?
Uno nace a la vida, a la literatura, en 1818; el otro en 1897, cuando ya el Ochocientos finiquita.Ambos pertenecen a la tradición británica, tan rica en relatos góticos y pavorosos.
Lo gótico, dicho apresuradamente, es esa cultura romántica que se da entre el Setecientos y el Ochocientos y en la que los literatos y artistas recrean con atracción y repulsión el pasado medieval, el origen fantástico de una Europa remotísima, anterior a las Luces, que aún perduraría.
Tanto Frankenstein —con un Victor apegado inicialmente a la alquimia y a los saberes arcanos—, como Drácula —con un noble de origen feudal ajeno a lo contemporáneo—pertenecen a esa estirpe o a ese mundo que va más allá del Iluminismo y de la razón cartesiana.
Ciertamente, esos seres repugnantes y atractivos aún nos meten miedo. Nos acobardan con sus malhadadas intenciones, escapándose de su matriz original, de las novelas que les dieron carta de naturaleza y respiro.
¿Qué es lo que quieren la criatura y el vampiro? En principio, lo que quieren es vivir, sobrevivir y no malvivir como es el caso de ambos.
Y quieren algo más…
Uno está mal hecho, es más feo que Picio y tiene un comportamiento impulsivo a pesar de la racionalidad que en su comportamiento quiere aplicar.
Obra como si fuera un niño. De hecho es un recién nacido, un vivo reciente del que su padre se desentiende y al que la Humanidad rechaza. De esa Humanidad ha aprendido… ¿Podemos imaginar cómo se puede sobrevivir así?
Obviamente me refiero al monstruo de Frankenstein.
Al estar compuesto de restos de cadáveres que sella y cose Victor, adivinamos el tufo que desprende, ese olor mefítico que notifica su presencia corrompida. El resultado de tantos remiendos es igualmente espantoso.
El otro ser también repugnante, al menos de entrada, padece una eternidad culpable, una lividez mortuoria y tiene por hábito succionar la sangre de sus víctimas. ¿Con qué objeto?
La sangre le sirve de nutriente para así mantener su triste existencia de siglos, una vejez o una eternidad preternatural y extrema que en principio no se le nota. Obviamente me refiero a Drácula.
Repasemos lo que sabemos de Frankenstein y de Drácula. O lo que creemos saber. Las criaturas vuelven desde sus respectivas fuentes y regresan a partir de las numerosas réplicas que los recrean.
De miedo: en él Aula nos lo pasamos de miedo (si aguantamos la presión) con estos personajes, con estos monstruos, con estos seres venidos de otro mundo o de otro tiempo, el mundo de ayer, pero que por causas culturales han campado a sus anchas en nuestro imaginario.
¿Qué tienen estos entes que nos resultan tan fascinantes?
Ni la criatura ni el vampiro se expresan o hablan sin mediación. Siempre hay narradores que dicen reproducir o transcribir sus palabras. ¿Podemos fiarnos?
Insistamos en lo escrito. La criatura y el vampiro se viven como monstruosos no sólo por su aspecto fiero, tan temible, o por su desaliño indumentario, que pregona lo peor, o por su personalidad troceada.
Se sienten como tales por carecer de una escritura propia con la que relatarse a sí mismos o por no contar con alguien amistoso a quien confesarse.
Las memorias o las autobiografías y la revelación ante un interlocutor retienen la identidad varia dando asiento a lo que originariamente es simultáneo e incongruente.
La escritura, la voz confesional, es así una suerte de operación ficticia y apaciguadora. Nos repara, fija lo disperso y fija lo que pudo ser monstruosamente distinto.
Son las palabras propias o ajenas aquello con lo que revestimos esa identidad siempre fracturada y dividida que es la nuestra, el orden verbal que nos permite representarnos sellando partes y cachitos del yo.
La criatura y el vampiro, los personajes, tienen muchos elementos en común. Quizá el más importante sea la fascinación que estas dos criaturas ejercen sobre pensadores, escritores.
Discúlpenme lo obvio, pero si Frankenstein y Drácula (publicadas en muchos años atrás) son novelas que siguen vivas en la actualidad, que siguen generando interés, será porque hay algo en ellas que continúa vigente. Tienen halo, tienen aura.
Los clásicos no son transparentes. Exigen de nosotros intervención e interpretación. Y generaciones sucesivas se esfuerzan por aclararlos, por liquidar su enigma. Pero no hay enigma que se resuelva de una vez para siempre.
Creemos que los relatos de fantasmas que arrastran sus cadenas por castillos tenebrosos son algo anacrónico, que tuvieron éxito en un período histórico concreto. Creemos que hoy conmueven a pocas personas. No es exactamente así.
Los fantasmas, los lienzos, las cadenas, el dolor inextinguible aún perturban a los seres más refinados. Las fabulaciones de Bram Stoker y de Mary W. Shelley continúan inquietando con fuerza, causando polémicas populares e intelectuales y, en fin, dando que hablar.
Y de ellos, de ese par de figuras espectrales, van esta escueta reiteración, esta breve reflexión y esta corta evocación que hoy les traigo para recrearlos, advirtiéndoles de lo que tratamos en el Aula.
La criatura y el vampiro son seres ansiosos, que padecen algún tipo de dolencia anímica, seres que soportan una existencia angustiosa.
La edad, el repudio social, el aislamiento, la nocturnidad, la soledad, la falta de compasión, la fatalidad de un destino mortal.
En Drácula hay un fatum y en Frankenstein hay un abandono. ¿Por qué viven o malviven con esa pesadumbre?
Son monstruos como nosotros…
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Aula de Historia Cultural. «Las vidas ajenas. La persona, el personaje y sus escritos». Impartida por Justo Serna.