No puedo decir nada nuevo ni original de la serie que está en la conversación pública, una de cuyas imágenes promocionales reproduzco.
Es insólito. No recuerdo haber reunido y leído tantos y tantos artículos de una producción televisiva. En mi iPad hay una pestaña específica y creciente dedicada a Adolescencia (Adolescence, 2024).
Me sorprende el acopio que he hecho de toda clase de textos que la glosan, que la interpretan, que la enjuician, generalmente en términos elogiosos y hasta superlativos.

Desde que la vimos en casa, el día del estreno y en un par de sesiones, no he dejado de pensar en la serie y, por mi parte, de acopiar artículos y posts de periodistas acreditados, de amigos de fino olfato, de desconocidos e incluso de Carlos Boyero.
La primera reacción o reflexión que leí fue la de Cristina Delgado, del 15 de marzo, en Facebook. Sus palabras, sensaciones y necesidades mostraban el reconocimiento y el aturdimiento que la serie le había provocado.
Dijo concretamente:
«Terminada Adolescencia. La serie es buenísima, pero como madre de un chaval de casi 13, ahora solo quiero sacarlo del colegio, hacerle homeschooling, prohibirle todas las pantallas y tenerlo vigilado las 24 horas del día. Señor, qué mal cuerpo se me ha quedado».
Yo no tengo un hijo de trece años, no tengo adolescentes a mi cargo. Los tuve, pero ya son unos adultos de los que estoy muy orgulloso y que jamás se han visto envueltos en circunstancias especialmente dolorosas.
Que yo sepa…
Y ahora, ya creciditos, no temo que algo grave les ocurra: se saben desenvolver con cordura. Nada grave, ya digo. Como mucho, puede sucederles lo que al resto de la sociedad: que el apocalipsis nos sobrevenga. Pero, como soy aceptablemente optimista, creo que saldremos de ésta.
La serie es inteligente, sensata y, en algún sentido, tramposa. De entrada no debería decir por qué. Pero lo haré. Pido, por tanto, a quien no la haya visto que deje de leerme.
Punto y aparte.
Hay que reconocer la alta calidad de la producción. Pero, más allá de esto, Adolescencia es relevante desde un punto de vista humano. La serie es, sí, un aldabonazo.
Nos hace descubrir o corroborar los riesgos reales a que se enfrenta la gente joven, riesgos que pueden llevar a lo peor.
Y la serie también confirma el despiste en que pueden (en que podemos) vivir los adultos ante el mundo interior y las redes de los adolescentes, que celosamente protegen.
¿Debemos sentirnos culpables?
Por pereza adulta o por la defensa de la intimidad que hacen los muchachos, los mayores mejor intencionados podemos estar en Babia.
Podemos llegar a ignorarlo todo de esos púberes o, al menos, de los peligros más extremos a que se enfrentan o se abandonan sin conciencia real del daño propio o ajeno que pueden ocasionar.
Etcétera.
¿Hay algo reprochable en la serie? Mi pega ante Adolescence coincide en parte con lo que sostiene Áurea Ortiz en Culturplaza. Quizá Adolescencia peca en alguna de sus partes o en su desenlace de tremendista.
Por ejemplo, ¿debemos pensar que en el colegio de Jamie todos los varones son muchachos agresivos, potencialmente violentos?
Si la respuesta es afirmativa, entonces es que refleja de manera realista lo que sucede en tantos otros colegios públicos y privados de Gran Bretaña o de Europa. De ser esto así, en ese caso la desolación no puede ser mayor.
Pero tal vez, en este punto, hay cierta esperanza. Podemos pensar que los responsables de la serie han enfatizado o exagerado este hecho (de ahí el tremendismo) para mostrarnos el horror con más contundencia.
Sin embargo, mi posible acusación de tremendista va más allá de lo dicho y bien dicho por Áurea Ortiz. En este caso hago especial hincapié en el último capítulo. Dicho episodio te deja impotente y amargo como si la vida fuera una fatalidad irreparable.
La vida no siempre es así y las historias no son necesariamente más profundas porque carezcan de esperanza.
No quiero decir que la serie debiera tener un final feliz. Pero, en Adolescencia, el peso desgarrador de la culpa está desigualmente repartido. Me pongo en la piel de los padres de Jamie Miller: Eddie (Stephen Graham) y Manda (Christine Tremarco)
Los padres… Los vemos arrasados por el dolor y el llanto, absolutamente quebrados, en un primer plano que nos acongoja hasta el extremo.
La circunstancia es espantosa: la de que un jovencito ahíto de rencor y misoginia mate a una muchacha sin que los padres lo adviertan. Es normal que la reacción de los progenitores sea precisamente esa: la derrota y la admisión de la culpa sin reparación.
De todos modos, como la historia cobra un carácter simbólico y general, a la postre recaen sobre los padres espectadores esa responsabilidad, esa culpa y ese dolor.
Nos sentimos rotos y solidarios con Eddie y Manda para inmediatamente preguntarnos cuál es la salida, cuál es la grieta por la que escapar del espanto. O nos interrogamos cuáles son la tarea y el empeño para recuperar algo de esperanza.
La serie no nos da respiro. Por esa razón, la impresión que nos llevamos es que todos somos culpables sin redenciones ni compensaciones.
Desde luego los adultos nos despistamos por desconocimiento o por pereza —ya digo—, pero la adolescencia siempre es una edad tremenda en la que los padres no sabemos cómo manejarla y manejarnos.
¿Qué hacer?
Lo dicho no hay salida: amargura, impotencia. Pero en la serie hay una muchacha de la que habría mucho que escuchar y aprender y a la que apenas se le da la vez y la voz. Me refiero a Lisa Miller (Amélie Pease).
¿Por qué la hermana de Jamie no incurre en el rencor y en la violencia si ha sido educada en los mismísimos espacios reales y emocionales?

Deja un comentario