Aquella España bizarra

Ha pasado ya más de una década desde la publicación de Bestiario español. Semblanzas contemporáneas,un libro del que soy autor.

Regreso a él, porque privadamente me han vuelto a pedir (no es la primera vez) que explique lo que es esa obra. No parece el libro de un historiador, me dicen (o me reprochan). Lo explicaré.

Ustedes sabrán perdonarme la tabarra.

Lo que en su momento aparece como un volumen lúdico y hasta gamberro ha ido revelando con el paso del tiempo una condición más seria e incluso severa.

Es un espejo literario deformado y deformante en el que se refleja una España normal y bizarra. O, si se prefiere, una España perpleja que contempla los rostros más populares.

De lo que se trata en sus páginas es de levantar, con paciencia y distancia, una colección de semblanzas en las que cada individuo sea menos importante por sí mismo que por el tipo social que encarna.

El título no es gratuito. No lo es hoy. Un bestiario remite a una tradición medieval en la que los animales, descritos con mezcla de realidad y fábula, sirven para instruir a los lectores y espectadores sobre los vicios y virtudes de los hombres.

Al escribirlo, mi intención no es la de moralizar. Aquello que me propongo, por entonces, es trazar —humildemente y a la manera de Pío Baroja o Valle-Inclán— un inventario irónico de tipos humanos que, siendo personajes públicos, terminan pareciéndose a arquetipos zoológicos.

Franco, doña Carmen, el rey Juan Carlos, José María Aznar, José Luis Rodríguez Zapatero o Belén Esteban no son sólo seres: son especies. Cada semblanza es, en cierto modo, una ficha zoológica de la fauna política, mediática y cultural que ha marcado y aún marca nuestra vida colectiva.

Escojo la semblanza porque es un género que se adapta fácilmente a distintos materiales, un género dúctil, fronterizo entre el retrato literario y la biografía brevísima.

Esta escritura permite exagerar, caricaturizar, reducir a unos pocos trazos aquello que en la vida real resulta abundante y abrumador. En una semblanza, lo accesorio cae o se revela como central: queda lo básico, aquello que define a una figura en el imaginario social.

Don Pío Baroja practicó esa escritura breve. Lo hizo con desdén y con sinceridad brutal. Desde la modestia, yo lo tomé como maestro, aunque con una diferencia fundamental. No quise escribir adoptando un gesto hosco, propio del misántropo.

Quise observar con mirada propia del ciudadano corriente e informado, con la perspectiva de quien mira con sorpresa y humor la comedia nacional.

La semblanza, tal como la entendía, es también un ejercicio de sociología narrativa: describir a un político, a un cantante popular o a una estrella televisiva es también retratar los valores de una sociedad, sus desvaríos y sus residuos.

Por eso agrupo los retratos en “familias”. No sólo por ironía funeraria —como quien labra apellidos en un panteón— sino también por analogía zoológica: tal como Balzac organizaba su Comedia humana, yo intentaba también con humildad mostrar que en las sociedades se forman especies recurrentes, que los tipos sociales se repiten bajo nombres distintos.

El libro se abre con una fotografía de Antonio Barroso: una persona gritando desgarradoramente, como si el mundo se hubiera invertido. Esa portada es ya una clave de lectura.

España aparece como un escenario frecuentemente grotesco, donde lo grave y lo chistoso, lo solemne y lo ridículo, conviven sin jerarquía.

Hay abundancia. Y de esa abundancia habla con generosidad y finura Elvira Lindo en el prólogo: sin duda, lo mejor del libro.

En el volumen no se trata de ensalzar a unos o de hundir a otros, sino de exhibir el carácter cercano o esperpéntico de nuestra vida pública.

Franco, reducido a un “torso abombado”, es el emblema de un poder sin cabeza, prolongado por inercia y por rutina histórica.

El rey Juan Carlos, que encarna la continuidad dinástica, aparece como un hombre campechano y errático al que amonestar, atrapado entre fiestas privadas y discursos navideños, entre el aura de modernizador y el peso de la culpa y el presunto latrocinio.

Aznar se ofrece como el reverso de la política pactista: de ahí la rigidez gestual, la caricatura de una autoridad que se inflama desde su pequeñez.

Y, por contraste, Belén Esteban resume mejor que nadie lo que entonces (¿y ahora?) significa la fama en la España mediática: la popularidad basada en la nada, la gloria inmediata de quien convierte la vida privada en espectáculo público.

Ella, más que un personaje, es un síntoma, ya en decadencia: la prueba de que la celebridad se ha vuelto accesible a cualquiera, con el correlato de frivolidad que eso comporta. De esto nos habló mucho y con tino el último Eco, el último Umberto Eco.

Cuando se publica propósito del libro es claro: cada retrato debe decir algo más que lo que dice su protagonista.

El lector puede reconocer a Franco, a Rita Barberá o a Manolo Escobar, pero lo que en realidad está leyendo es una reflexión jocosa sobre el autoritarismo, la corrupción, el populismo mediático o la nostalgia cultural.

Las semblanzas funcionan como espejos alterados. En ellas, los lectores nos vemos retratados: no porque nos parezcamos a los personajes, sino porque compartimos con ellos deformidades y un cierto aire de familia.

Ese mecanismo explica la incomodidad que provoca o al menos a mí me provoca: uno se ríe de Aznar o de don José Luis Torrente, pero termina reconociendo en sus respectivas figuras rasgos de la sociedad española que todavía persisten.

Aunque puede ser interpretado como un libro de historia, el volumen no está escrito como profesor ni como académico.

Al escribirlo obro como ciudadano, como un patriota que paga impuestos, que lamenta las corrupciones, que observa con guasa a los poderosos… sin convertir la crítica en catastrofismo.

Por eso la prosa es directa, irónica, a veces mordaz, pero no atrabiliaria. Frente al lenguaje solemne de ciertos políticos o al cinismo de algunos opinadores, en el ‘Bestiario’ busco un tono llano y documentado, cómplice con el lector común, pero no alarmado.

En cierto modo, el libro es también un ejercicio de resistencia: en una España dominada por los discursos grandilocuentes o por la charlatanería mediática, la semblanza breve aprovecha estas patologías. Y es un modo de recordar que la literatura de batalla todavía puede hurgar en lo real.

Hoy, al releer el Bestiario, lo que aparece es menos una colección de individuos que un documento de época. Muchos de los retratados han perdido protagonismo o incluso han desaparecido del escenario.

Y otros han venido a rellenar el hueco o a multiplicar esta demografía ya saturada. Sin embargo, lo que permanece es el aire común: la fauna de entonces tiene sus equivalentes hoy. Algunos de los nombres cambian, pero los tipos reaparecen. En ese sentido, el libro funciona como una suerte de archivo cultural.

Dentro de cincuenta años, un lector que ignore quién fue Esperanza Aguirre o Rosa Díez podrá reconocer en sus retratos la figura intemporal de la política sectaria o de la disidencia narcisista.

Lo mismo ocurrirá con las estrellas mediáticas o los líderes políticos: ya no recordaremos sus nombres, pero reconoceremos los arquetipos.

De Valle-Inclán aprendimos que España puede contarse mejor a través del esperpento que de la epopeya. El Bestiario aplica modestamente esa lección: la de mostrar que, junto a lo grande y lo severo, lo grotesco y lo cómico son parte inseparable de nuestra historia.

Si en las semblanzas aparece lo vulgar o lo extravagante, es porque ahí se esconde una verdad profunda.

La intención nunca es apocalíptica.

Al contrario: entre tanta caricatura late un fondo de confianza, la convicción de que existen ciudadanos y dirigentes honestos y que la ironía no es mero sarcasmo herido, que no es mero desdén, sino también una manera de resistir sin derrotismos.

Bestiario español es, en suma, un intento de contar España a través de algunos rostros nobles e innobles. Es un libro de semblanzas, pero no de esperanzas vanas, reflejos deformados de la sociedad.

En él se conjugan la literatura y la sociología, la guasa y la compasión, la sátira y la ternura. Pintar con arrugas, exagerar gestos, destilar lo condensado.

Transcurridos más de diez años, creo que aquel libro sigue vigente (ustedes me perdonarán la vanagloria) y sigue cumpliendo esa función.

¿Cuál?

La de recordarnos que, detrás de los nombres propios, hay tipos perdurables y reconocibles; y que la tarea de un escribidor —por decirlo con Mario Vargas Llosa— es seguir levantando acta de estas zoologías humanas.

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