Alex, el joven Alex, es el narrador y protagonista de la novela de Anthony Burgess La naranja mecánica (1962) y desempeña ambos papeles en film que con el mismo título adaptó y rodó Stanley Kubrick. El actor que lo encarna es el británico Malcolm McDowell. Si es narrador, entonces es porque se salva, porque no perece a lo largo de la historia que él mismo nos cuenta.
En la novela carece de apellido, aunque alude a sí mismo de manera grandilocuente y pomposa como Alejandro El Grande. En el film posee el apellido DeLarge. En las listas de malvados, en las relaciones que periódicamente se fijan con los villanos más célebres de la cinematografía, el Alex de McDowell siempre está entre lo mejorcito, en los puestos de cabeza.
¿Qué es tal cosa? ¿Qué significa ser un villano? En principio es alguien que inflige el mal, alguien que tomas a los demás como meros instrumentos suyos, los de un ser dominante y manipulador. Inflige el mal, sí, pero necesita algo más: deleitarse con el dolor que ocasiona, sentir incluso placer morboso con el padecimiento de los demás. Y necesita que su fama le preceda. Un villano podemos definirlo como un personaje cuya maldad anida en la mente, como un tipo profundamente egoísta de carácter y ambicioso, necesitado de satisfacer su voluntad de poder. Es frecuente que su perversidad esté enmascarada por la belleza y la nobleza de su porte. Alexandre DeLarge es bello, joven, tiene un pronto simpático y hasta respetuoso.
En toda historia de villanos hay héroes y traidores, donantes. Y esas historias nos remiten a los cuentos. La naranja mecánica es un amargo cuento. Los adultos no solemos prestar mucha atención a los relatos infantiles. Los juzgamos material culturalmente irrelevante o secundario. Donde esté una gran obra de creación que se quite ese relato…, que suele ser ingenuo, ramplón y adocenado.
Total, ¿qué nos cuentan los cuentos? Seguramente la historia de un héroe, el relato de alguien que acabó comportándose como tal cuando no estaba destinado a ello. ¿Un material secundario? Creo que podemos convenir en que los relatos son la matriz originaria, esquemática, de la cultura, bocetos que nos sirven para socializarnos, para adquirir nuestras primeras nociones acerca del bien y del mal. Luego crecemos y nos hacemos más complejos. O eso creemos.
De hecho, si los pensamos así, como bocetos culturales, los cuentos no son irrelevantes porque sean repetitivos, sino todo lo contrario: al repetirse aquí y allá, en esta y en aquella cultura, es por lo que proclaman algo importante y universal, un repertorio de valores, de normas, de reglas con las que habría que conducirse. Con los relatos populares sabemos qué es el miedo y qué es el coraje; quiénes obran mal y quiénes actúan bien; qué es el compañerismo, la camaradería, la solidaridad, la traición…
Sí, ya sé que su esquema es básico, muy primitivo, y que las funciones que se atribuyen a los personajes son previsibles. Lo hemos leído en nuestros libros infantiles, lo hemos escuchado y lo hemos visto en esos films que tantos detestan: los de Disney. Las muchachas siempre son material frágil y los varones son machotes fiables: o, mejor dicho, fiables son los varones buenos, porque fuera de la madrastra de Blancanieves y alguna arpía más, la población de los malvados es mayoritariamente masculina.
Con ello, los cuentos no yerran, sino que expresan una evidencia frecuente: la fuerza bruta suele ser condición y patrimonio de los hombres, y las arpías…, pues éstas suelen ser almas corruptas pero sibilinas. En fin. En función de este esquema tradicional y muy simple, el héroe suele ser un varón originariamente timorato y luego intrépido, alguien que se enfrenta a un rufián odioso: un malvado en el que todo, hasta el aspecto, pregona su villanía. El protagonista es un muchacho o un adulto (despabilado, qué duda cabe), alguien que primero se acobardó para luego enfrentarse a su enemigo.
Todo suele empezar con un orden roto, con un caos originario que habría que conjurar: el secuestro de una princesa, el robo de un tesoro, un gran embuste que aclarar, una conspiración que oprime al Reino. El animoso hombre se vale de amigos, de ayudantes, de donantes que le auxilian en las circunstancias graves por las que se le hace pasar. Pero ese varón no sólo cuenta con subalternos: se las tiene que ver también con traidores.
Ah, el traidor, qué personaje tan interesante: expresa una parte fundamental de la conducta humana, su doblez. De los traidores nos fiamos por su apariencia embustera: dan el pego, ciertamente. Parecen de los nuestros y equivocadamente los juzgamos aliados. Pero pronto, bien pronto, descubrimos el error en que habíamos incurrido: tratan de beneficiarse o de salvarse a solas. Es más, tenemos serias dudas acerca de la presunta maldad que le hemos sorprendido. No es posible, nos decimos: no es posible que alguien obre con tanto fingimiento, con tanta simulación…
En los relatos de Disney –ya lo sabemos— las circunstancias están muy edulcoradas y al final los buenos logran lo que persiguen, y los malos reciben su merecido. Por el contrario, en los cuentos populares de antaño, la fiereza y la crueldad no acaban, y su desenlace sólo es una suspensión temporal de las dificultades y del horror.
De mi experiencia infantil recuerdo la ambivalente atracción que los traidores me provocaban. Por un lado, yo quería ser un buen chico. Justamente por esto debía condenar la astucia de que se servían los villanos y los traidores para derribar al bueno. Por otro, yo no acababa de explicarme por qué había gente que estaba en ambos lados de la moral. Los traidores no eran la encarnación del mal absoluto, sino que expresaban inmejorablemente la débil condición humana. No sé: llevados por su codicia (se les prometían tesoros y una salida a una situación comprometida) o movidos por su mala cabeza, a los felones los veía humanos, demasiado humanos.
Uno no podía ser héroe todo el tiempo y, por tanto, con frecuencia se dejaba arrastrar por conductas impías o renegadas. Los veía, en fin, como gente muy semejante a nosotros, los niños. Queríamos ser héroes, pero a la postre nos contentábamos con salir airosamente, como los mejores y más astutos traidores, como los villanos más astutos. Sí, ya sé que al final, en los relatos, cada uno recibe su merecido, pero la tristeza en que quedan sumidos los villanos y los felones nos los hacen tentadores. En fin.
En La naranja mecánica, a Alex DeLarge se le presenta como un tipo violentísimo, como un villano sin escrúpulos, un sujeto que padece algún tipo de anomalía y de anomía, es decir, falta de valores, de controles. Al carecer de restricciones morales o al haberlas reducido al mínimo, su agresividad es de una violencia sin fin, sin objeto. No hay razón material que la justifique: él y los suyos, los drugos, sociópatas, tienen unas inclinaciones que les llevan a robar, a violar e incluso a asesinar.
Alex no emprende sus acciones completamente inconsciente, irresponsable, drogado o ebrio, aunque bien es verdad que sus camaradas y él toman una lechecita estimulante. Cuando ejerce el raciocinio, cuando se para a pensar un poco, sabe que su conducta es impropia, indigna, característica de un malvado. Sabe que obra contra la sociedad, pero sobre todo sabe que actúa contra personas que nada le han hecho, personas con las que no tiene deuda o pendencia algunas: un mendigo, un escritor, la esposa de éste último o una dama solitaria y excéntrica rodeada de gatitos son objeto de sus iras, de su violencia rítmica, coreográfica. De hecho, Singing in the Rain, será cantada y tarareada cuando ejecute sus volatines mortíferos. Por todo ello mecería ser apartado de la sociedad, de la convivencia con los otros seres.
Así sucederá cuando sus compañeros lo traicionen dejándolo herido justo cuando llega la patrulla de policía. Lo que hace está mal, incluso muy mal, razón por la que la colectividad y la humanidad «no pueden tener una sociedad con gente como yo». Ahora bien, dada su condición mental (previamente mencionada), Alex no se pregunta por las consecuencias de sus acciones o de las repercusiones que podrían tener sus actos.
Alex tiene quince años (dieciocho al final del libro) y vive con sus padres en un destartalado piso. Como mascota dispone d una serpiente llamada Basil. Es un joven aparentemente normal que tiene los principales atributos humanos. Ama, sí, la ultraviolencia, pero ama también la música de Beethoven, su compositor preferido.
Cada vez que veo la viejas películas de Stanley Kubrick me emociono, aunque sean pomposas, hiperbólicas, incluso manieristas. ¿Pomposas, hiperbólicas, manieristas? En Kubrick hay siempre una voluntad de estilo, un trabajo completo, obsesivo, minucioso. La creación en él es justamente eso: una reelaboración absoluta de los materiales que componen el mundo, su mundo.
La sociedad futurista que aparece en La naranja mecánica debe mucho a la novela homónima de Anthony Burgges en la que se inspira. Pero la reinvención es completa: y sobre todo es artesanal y prodigiosa la combinación de imagenes y sonidos que desde entonces identificamos con la violencia.
La indumentaria de los jóvenes en dicho film es inspiradora y a la vez es condensación de las estéticas pop de los sesenta. Las décadas duran y a pesar de estrenarse en 1971 en realidad estamos viendo una película pensada, producida en los sesenta. Todo en ella tiene la marca de esa época, pero al mismo tiempo la trasciende: no se explica sólo por su contexto.
Lo violento se presenta y se representa coreográficamente, con dramatismo y con erotismo, como algo repulsivo y atractivo. ¿Y la curación de Alex, el joven feroz? Su conducta dañina y destructiva queda debilitada, sometida, prácticamente extirpada. O eso creen las autoridades.
Los recursos más nobles de la humanidad, sus logros más eximios, pueden servir para amputar, para sajar, para esterilizar. El film trata del bien y del mal, de la capacidad humana para discriminar moralmente. Trata de la libertad, del libre arbitrio y de su pérdida. ¿Qué es la sociedad perfecta?
Asistimos al despliegue nihilista de la violencia juvenil y asistimos a su represión absoluta, a su amputación tiránica: todo ello con una banda sonora que nos impresiona y nos sobreimpresiona por contraste, por contradicción. Después de La naranja mecánica ya nunca pudimos escuchar igual la Novena Sinfonía (1824), de Ludwig van Beethoven.
Pero después de ese film ya todos sabíamos qué era la violencia pandillera, las tribus urbanas y su identificación. Aquí, en España, sólo pudimos verla tras la muerte de Franco… Recuerdo a unos delicuentes juveniles de principios de los setenta: vivían en la localidad en que yo residía por entonces. Eran muy temidos. Su estética estaba influida por David Bowie. ¿Lo sabían? Sí, claro que lo sabían: sus poses lo homenajeaban constantemente. Lo que ignoraban era que ese referente londinense tenía otra fuente de inspiración: el Alex de Stanley Kubrick.
Yo tampoco lo sabía…