¿Por qué nos escribimos?

Pregunto. ¿Por qué nos escribimos? Porque buscamos un interlocutor con quien tratarnos. Si tenemos suerte, hallaremos un destinatario que nos corresponda: precisamente alguien que ejerza de corresponsal. Nos haremos mutuamente accesibles. Qué placer.

Digo eso y me corrijo. Nuestro buzón de correo electrónico, por ejemplo, se nos llena de mails no deseados, a veces falsos o insultantes. Insólitos.

Sin ir más lejos, no hace mucho me escribió un antiguo rey o príncipe africano que pedía una ayudita, un préstamo para recuperar el trono. O una dama rusa que decía amarme en la distancia. Ambos en un inglés trabajoso que yo entendía fácilmente… 

Digo «me escribió», me escribieron, y debo corregirme inmediatamente. Supongo que miles y miles de destinatarios fueron sondeados por el soberano o por la señora con el fin de obtener dólares o euros.

Otro caso. Hace meses recibí la comunicación de una presunta belleza eslava que quería establecer relaciones conmigo. Así, por las buenas. Me proponía el envío de mi foto. Por supuesto no respondí, eliminando ese mail: imaginaba que la supuesta dama sólo era un virus o una artimaña de estafadores.

¿Por qué antes nos escribíamos cartas? Pues precisamente porque esperábamos respuesta. La carta es como un regalo: si la recibes, de algún modo quedas obligado a responderla. No ocurre lo mismo con el correo electrónico: con éste siempre puedes no contestar, haciéndote el sueco.

En cambio, la carta entraña un esfuerzo por parte de quien nos la envía. Antes, al recibirla, no queríamos incurrir en descortesía y, por eso, la respondíamos. Se establecía así una red de obligaciones, una prestación que exigía una contraprestación.

Es posible que los lectores más jóvenes jamás hayan escrito empleando el correo postal. Era un tarea laboriosa. Había que buscar un sobre, que en casa –en la escribanía– nunca teníamos; había que ponerle un sello, esa gabela; había que emborronar unas cuartillas, con atención, con cuidado. Y había que ponerse a escribir. Era un mundo paulatino, de escritura demorada, de expectativas lentas.

Durante años, yo escribí numerosas cartas, cartas de protesta dirigidas a grandes empresas comerciales. Era a mediados de los noventa y resultó un juego divertidísimo. Si a mi hijo mayor le faltaban matutazos en su bolsa de papas, si su número era inferior al consignado en el envoltorio, ya estaba yo mandando una carta con retórica dolida. 

«Nunca creí que su empresa, tan prestigiosa en el ramo de las chucherías, pudiera defraudar las expectativas de mi hijo», escribía, por ejemplo. Las mandaba al departamento de atención al cliente. No mentía: cuando remitía esos escritos era por un defecto real, cuyos efectos emocionales yo exageraba.

Así pasé de las chucherías infantiles a las protestas de consumidor adulto y así obtuve reparaciones de Bonka, de Cruzcampo, de Heineken, de Danone, de Telefónica…: para mí, para mi padre y para algunos amigos. Yo sentía una gran emoción cuando abría la carta que me mandaban los jefes de los respectivos departamentos comerciales.  

Los representantes de las empresas se me dirigían con gran corrección e incluso con gran temor. O eso quería creer. Me trataban como a un rey, como al rey consumidor que era y al que ellas debían rendir servicio. O como a una princesa eslava.

Los historiadores nos interesamos mucho por los epistolarios, una documentación privada que puede revelar perfiles desconocidos de los personajes históricos, de unos interlocutores más o menos parlanchines. Esas confesiones son datos, datos que son estados de ánimo, síntomas de un modo de permanecer en el mundo.

He escrito sobre las cartas o mails que remitimos o remitíamos a nuestros destinatarios, sobre aquello que recibimos o recibíamos. En uno u otro caso, lo normal es que nos hagamos mutuamente accesibles, que nos tratemos y respondamos. 

Miro ahora el buzón de mi correo de la Universidad y me dice que tengo 189 mails no leídos, casi doscientos que yo no habría contestado. ¿He de sentirme culpable? Podría desechar la mayoría. ¿Los he leído en realidad? Si pudiera prescindir de ellos inmediatamente, los habría eliminado ya. La mayor parte los he leído para luego marcarlos como nuevos, en espera de ser respondidos adecuadamente. ¿Qué cabe pensar? ¿Acaso soy un abandonado y un descortés? Hay una parte de desidia, sin duda.

¿Desidia? Ésa era siempre la palabra que decía mi padre si quería reprenderme. Así era. Por ejemplo, cuando comprobaba que en mi casa faltaban las herramientas básicas para realizar o completar ciertas chapuzas domésticas en las que él era tan habilidoso: un destornillador de estrella extraviado, un martillo grande desaparecido, una llave inglesa perdida. Quita, quita, me decía, desplegando un kit de utensilios de campaña.

Si mi padre hubiera llegado a usar el correo electrónico, no se le habrían acumulado mails: simplemente de modo resolutivo habría dado respuesta proporcionada a cada uno de ellos. Y habría hecho copia o registro de los mismos y en estos momentos yo dispondría de su archivo electrónico. 

Hay colegas que hacen eso: conservan aparte los correos que escriben o reciben para así tener su correspondencia completa e incluso para así legarlos a la posteridad, como si de un epistolario se tratara. Me parece interesante la operación, aunque algo fatua. ¿Quién podría estar interesado en las minucias que yo escribo privadamente?

Pero digo todo esto para volver al correo no consumado, esas cartas que no llegaron a su destino. ¿Qué podrían expresar? Si digo esto, pienso seguidamente en Bartleby, el escribiente (1853), de Herman Melville. Ahora lo traigo por lo que descubrimos al final del relato.

En el último párrafo, justo en el último párrafo, cuando el narrador nos detalla algunos datos de la vida del oficinista renuente, ese empleado que siempre decía «preferiría no hacerlo», nos enteramos de algo sorprendente: «que Bartleby había sido un empleado subalterno en la Oficina de Cartas Muertas, de Washington».

 Cartas muertas.

“¡Cartas muertas!, ¿no se parece a los hombres muertos? Concebid un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces, el pálido funcionario saca de los dobleces del papel un anillo –el dedo al que iba destinado, tal vez ya se corrompe en la tumba–; un billete de Banco remitido en urgente caridad a quien ya no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quienes murieron desesperados; esperanza para los que sin esperanza murieron, buenas noticias para quienes murieron sofocados por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte. ¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!”

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Pasaje procedente de ‘Todo es falso salvo alguna cosa’ (2017), Madrid, Punto de Vista Editores.

Todo es falso salvo alguna cosa

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