Antonio Muñoz Molina. Algo que sé sobre su obra

Entrevista a Justo Serna

Por Aner García Villarejo

(Universidad del País Vasco)

1 de febrero de 2019

—¿Qué le impulsó a escribir un ensayo sobre Antonio Muñoz Molina?

De entrada debo decirle que mi primer ensayo sobre Antonio Muñoz Molina, mi primer libro sobre este autor, data de 2004.

Lo publicó Biblioteca Nueva bajo el título de Pasados Ejemplares. Historia y narración en Antonio Muñoz Molina.

Apareció en la colección que dirigían Luis Puig, Sergio Sevilla, Jenaro Talens y Santos Zunzunegui.

Con ese título, yo quería rendir homenaje a Max Aub y, al rotularlo así, lo que deseaba precisamente era aludir a su libro Crímenes ejemplares.

Sabía que Max Aub había sido y sigue siendo un autor importantísimo en la formación cultural de Antonio Muñoz Molina.

‘Pasados ejemplares’ es un libro que ya veo lejano (han pasado quince años o más desde que lo escribí), aunque es un volumen que, después, ha crecido y lo he enriquecido, dando lugar a otros ensayos y obras que añaden y completan lo que esbozaba en aquel primer trabajo.

Los libros a los que me refiero son Antonio Muñoz Molina. El tiempo en nuestras manos (2014) y Antonio Muñoz Molina. La letra pequeña (2016).

El primer volumen lo publicó la editorial Fórcola, y el segundo, Sílex. En el primer ensayo estudiaba básicamente la creación novelística y por tanto ficticia de Antonio Muñoz Molina.

Y en el segundo examinaba su literatura en forma de articulismo: la contribución propiamente literaria de Antonio Muñoz Molina en prensa.

Novela y columnismo son géneros vecinos y sobre todo son géneros que nuestro prosista desarrolla con el mismo rigor.

En aquel primer libro y en Antonio Muñoz Molina. El tiempo en nuestras manos reflexiono sobre la relación que se da entre historia y ficción, entre realidad e invención, entre pasado y presente: todo ello a través de un género, el de la novela, la novela de Muñoz Molina, que permite la invención, la recreación incluso fantasiosa del pasado histórico.

La novela es —o puede ser— una reconstrucción potencial del mundo, una reelaboración de lo realmente acontecido.

Con la novela, Antonio Muñoz Molina se pone en una situación posible, se introduce en una circunstancia que no ha vivido o que, al menos, no ha vivido así exactamente.

Y lo hace con el concurso de personajes que de modo vicario le ayudan a entender su comportamiento: tanto el del autor, como el de las propias figuras o caracteres de la obra, que son remedo deformado o transfigurado del escritor.

En este caso, la ficción —más o menos próxima a la realidad— le sirve para examinar esa situación inventada, esa circunstancia puramente imaginaria que, sin haberse consumado, pudo muy bien ser el contrafactual de los hechos realmente ocurridos.

—Pero esto que me dice no aclara por qué usted se interesó tanto por Muñoz Molina…

Por supuesto, un historiador no acude a una novela para obtener datos del mundo real, para obtener informaciones del pasado remoto o reciente, para extraer noticias sobre los hechos realmente acontecidos.

Si se desea extraer documentos con valor o datos históricos, uno frecuenta los archivos. Por tanto, la finalidad de un historiador al leer una novela es diferente.

Cuando leemos novelas, los historiadores buscamos el pasado potencial, el pasado no factual, y tratamos de comprender cómo un autor concreto percibe, vive, siente y transmite ese hecho, hechos remotos o recientes.

Esa recreación de historias total o parcialmente inventadas provoca ciertos efectos en sus lectores.

Si lo pensamos bien resulta muy curioso: nos pasamos parte de nuestras vidas actuando, obrando, diciendo, decidiendo y eligiendo en función de factores ficticios, no reales: factores puramente imaginarios.

Adoptamos y adaptamos nuestras existencias a caracteres o situaciones potenciales que no se han dado y que, sin embargo, nos afectan.

Por supuesto, el historiador no busca en las novelas datos, pero tampoco se convierte en juez que instruye procesos. No nos dedicamos a leer novelas para reprochar las licencias históricas que los autores se dan. El historiador no persigue los anacronismos para señalar los errores o los lapsus de los novelistas.

En realidad, al leer las ficciones, el historiador percibe, siente y vive un mundo que no ha ocurrido, pero que potencialmente podría haber sido.

—¿Cómo es su relación con él?

¿Mi relación con él? Bueno, nos conocemos desde hace años, nos hemos frecuentado y nos hemos tratado con familiaridad y como amigos. Creo que somos muy respetuosos con la intimidad y con la esfera personal de cada cual. No invadimos el espacio privativo o particular del otro.

De cuando en cuando, nos vemos, charlamos y compartimos vivencias, experiencias, dudas o conjeturas sobre nuestros respectivos mundos.

Yo soy profesor, profesor de historia, y él es escritor, escritor literario. Cuando nos vemos hay una puesta en común, buscamos un territorio común.

Creo que la disparidad y la distancia que nos separan —pero a la vez el respeto y la educación que nos unen— hacen que sintamos una cercanía cultural y moral por los asuntos que a ambos nos interesan.

—¿Por qué hay que leer a Muñoz Molina?

Creo que hay varias razones, numerosas razones, que a los historiadores y a los ciudadanos en general nos pueden llevar a leerlo.

En Antonio Muñoz Molina siempre hay una motivación moral, un prurito ético, una angustia ante circunstancias humanas, propiamente humanas, circunstancias en las que un individuo tiene que tomar una decisión.

En realidad, el autor y nosotros, los lectores, nos preguntamos al afrontar sus obras qué habríamos hecho nosotros ante circunstancias que nos llevan al límite, ante situaciones que no hemos vivido, ante eventualidades que jamás experimentaremos. Son ficticias, o parcialmente ficticias, pero bien podrían haberse dado.

No se trata de que en las obras de Antonio Muñoz Molina haya circunstancias heroicas o extremas.

Es más bien lo ordinario, lo cotidiano e incluso lo vulgar que se da en nuestras vidas aquello que el autor examina, un repertorio de sucesos menores.

Es esto lo que nos fuerza a emprender un curso de acción, a adoptar determinado tipo de decisiones para después sopesar las elecciones, para evaluar más tarde cuáles han sido sus efectos.

—¿Cuáles son los ejes que vertebran sus novelas?

En una obra que es amplia y numerosa, en un repertorio de novelas que es abundante y exigente, los ejes que vertebran sus obras son variados.

Dependen de la época y del contexto: si es una fase temprana o si, por el contrario, es una etapa madura de su creación.

“Es cierto, a muchos de nosotros nos gustaría vivir en el pasado inmutable de nuestros recuerdos”, dice Sacristán, un personaje de ‘Sefarad’, la novela que Antonio Muñoz Molina publicó en 2001.

Por supuesto, esa meta, que resulta ontológicamente impracticable, es una desazón frecuente en sus novelas.

Muchos personajes suyos tienen muy presente lo pretérito, un pasado que sobrevive emocionalmente en las cosas y en las palabras, en los objetos y en las personas.

A ese tiempo remoto o distante que querrían volver. Pero el sentido de lo sucedido no es por fuerza el que tendrán cuando esos hechos se rememoren.

Algunos de esos personajes evocan con melancolía el tiempo ya consumado. Ahora bien, conforme envejecen, lo vivido se difumina y la memoria sólo retiene una parte escasa de lo que han hecho o imaginado, algo que no se parece al pretérito inamovible de los recuerdos.

Todo se diluye, pierde sus perfiles y volúmenes y aquello que recuerdan es mera ausencia: la añoranza de un espacio lejano destruido.

Añoran penosamente un pasado y una ciudad que ya no están, los de su niñez: los sentidos y sus materializaciones, los sabores remotos. No hay remisión, ni redención, ni rendición. Así de grave es la cosa.

Muchos personajes de Muñoz Molina se debaten entre el desarraigo y el lugar, entre el linaje, por modesto que sea, y los deseos, los objetivos que se proponen: entre lo experimentado y lo inventado.

Son gentes soñadoras que viven en angustiosas contrariedad y contradicción: por una parte se deben a la tierra, a sus ancestros, a sus obligaciones y cargas; por otra parte, esos personajes anhelan un espacio propio, una habitación propia, algo que está más allá y que les fuerza a urdir un plan para marcharse, como Manuel en ‘El jinete polaco’. Como otros personajes suyos.

Algunos de esos caracteres se sienten derrotados muy pronto, abatidos y atados a unas raíces: echan anclas en lo pasado o en el lugar al que estaban destinados por tradición familiar.

Otros se rebelan y se definen con orgullo y con dolor, asumiendo sus logros y sus derivas, sintiéndose a veces traidores y responsables de su huida.

Hay individuos que después pueden regresar, justamente cuando ya han hecho sus vidas; otros, por el contrario, se malogran, víctimas de la provincia.

Todos nosotros podríamos ser algunos de ellos, personas que renunciaron por confort o por pánico, que no se atrevieron a escapar, que no se aventuraron.

Pero eso sólo no basta. En las novelas de Muñoz Molina, la voz del narrador es capital. Nos orienta y nos endereza. Quien cuenta es observador directo, participante; pero otras veces es ajeno a los hechos que está detallando.

Por un lado, esa voz en primera persona capta la emoción de las cosas (por decirlo como Antonio Machado), los afectos que están vinculados a los sujetos y a los objetos.

También está la otra parte, cuando ese narrador no percibe bien, no es capaz de determinar con claridad su entorno o aquello que siente. No suele narrar en tiempo presente, cuando suceden las cosas, sino décadas después. Con imprecisiones, con errores.

El narrador de Muñoz Molina es generalmente un observador aturdido, alguien que estudia, examina y apenas vislumbra. Quizá quiere encontrar lo grande y lo pequeño, tal vez desea hallar el sentido y el significado de las cosas.

Pero lo cierto es que apenas consigue entender qué es lo que sucede y qué es lo que le ocurre, qué es lo que le ocurrió y lo que ahora le está ocurriendo.

Muñoz Molina se desdobla en esos personajes y narradores, y por ello en sus obras recupera experiencias y expectativas cumplidas o no, propias o ajenas.

Dichas ficciones le sirven para compararse, para ubicarse en circunstancias diferentes de las efectivamente consumadas.

¿Cómo habríamos reaccionado usted o yo si en vez de aventurarnos, de irnos al mundo exterior, nos hubiéramos quedado en el terruño? ¿Cómo seríamos si hubiéramos vuelto apremiados y derribados?

—¿Qué cualidades de su prosa destacaría especialmente?

Quizá destacaría la prosa sensitiva, sensual, próxima al sensualismo en el sentido que se le da a esta expresión en el siglo XVIII. Se trata una sintaxis que capta y envuelve, que amplifica y describe, que muestra y cuenta.

El adjetivo es un elemento esencial de la frase, la palabra exacta, la economía verbal, la concisión y a la vez es amplificación que enriquece las frases.

No es prosa poética si por tal se entiende un lirismo forzado o impostado. Es prosa poética si por esa expresión entendemos la precisión verbal.

Muñoz Molina es maestro en el arte del estilo libre indirecto, en la adopción de la perspectiva y voz de los diferentes personajes: el narrador adopta el tono y el timbre, la concepción y la percepción de sus protagonistas.

—¿Qué es lo más importante que le han aportado sus novelas?

¿Qué es lo más importante que me han aportado sus novelas? No sabría decírselo, o al menos no sabría elegir. Tal vez me he estado preparando durante años para leer a Muñoz Molina, me he estado preparando sin saberlo.

Y el resultado es una afinidad muy sorprendente, una afinidad conceptual, verbal y también moral. Por supuesto, no somos almas gemelas. Ni por genio ni por humor…

—¿Cuál le parece su novela más definitiva? ¿Por qué?

Decía Borges que lo definitivo sólo pertenece a la religión o al cansancio. Decimos de una obra que es definitiva cuando dicha creación dejamos de corregirla, cuando renunciamos a añadir elementos que podrían completarla o alargarla.

Publicar es dejar de corregir. Por tanto, las novelas de Antonio Muñoz Molina son obras definitivas en la medida en que dejaron de corregirse quedando con la forma y el fondo que su autor decidió.

Por ello, sí usted me permite, no me voy a pronunciar sobre cuál es la novela definitiva que para mi gusto sería la más digna de inmortalizar su nombre.

—¿Qué valoración le merece El invierno en Lisboa?

¿Y tiene algún sentido o tiene algún valor lo que a mí me parezca El invierno en Lisboa? Yo no juzgo las obras en función del gusto personal más o menos duradero, sino por la conmoción y sensibilidad formal que la historia me despierta en un determinado momento. Juzgo las obras por su eficacia, por su capacidad poética.

Ahora bien, todo ello hay que objetivarlo. Pero no sé si podría hacerlo después de escribir tres libros sobre Muñoz Molina.

Podría parafrasear a Maurice Blanchot, el gran critico, en una idea que me gusta repetir. La idea la suscribo enteramente.

Debo dejar algo claro, señalaba Blanchot. No he dicho o escrito nada extraordinario. Menos aún, sorprendente.

Lo extraordinario o sorprendente comienza en el instante en que dejo de escribir. Pero entonces —proseguía y yo suscribo— ya no soy capaz de hablar de ello, sino que me limito a leer, que es mi verdadera felicidad.

Fotografía de Antonio Muñoz Molina: El Faro de Vigo.

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