Empezaré por una revelación personal que no tiene gran trascendencia, pero que a mí me resulta importante: he leído dos veces, dos veces seguidas, una detrás de otra, La vida negociable (2017).
Se trata de una novela de Luis Landero que sorprendentemente aún no había disfrutado. Cuando apareció, la fui dejando, la fui dejando, y me lié con otras lecturas. Por ello, se me fue pasando la puritita novedad.
Landero siempre es necesario, un chorro de sabiduría literaria y de sentido práctico. ¿Cómo es posible que yo me privara de ese disfrute durante tantos meses?
Justamente por ello, algunas amistades empezaron a urgirme. Tienes que leerla, me requerían. Entre otras personas, Marisa Begué, a quien desde aquí saludo y a quien agradezco su insistencia.
Al final he cumplido un deseo y he cumplido una meta con placer. Tanto es así, que inicié la relectura de La vida negociable, empalmándola sin descanso.
Es algo circunstancial, pero no irrelevante. La relectura, por pura chiripa, ha coincido con las jornadas de negociación política de estos días.
Y la relectura me ha procurado un gran placer. Como hacíamos con el tabaco: te negabas a suspender la dicha del pitillo; no aceptabas ponerle fin tan pronto. Era como si te hubieras perdido algo.
Y, en efecto, al releerla inmediatamente he comprobado mi déficit de atención. Vamos, que se me habían pasado o no recordaba situaciones desternillantes. El colmo, vaya.
Déficit de atención: eso mismo se reprochaba Eduardo Laporte en su muro de Facebook días atrás, con una angustia guasona.
Se puede formular con una pregunta. ¿Cómo es posible que yo no recordara en esta segunda lectura pasajes y momentos de esta reflexiva y divertida novela?
No hay nada que lamentar. En lo bueno, la segunda vez siempre es mejor. Y habrá, probablemente, una tercera, como si me gratificara con dos o tres libros distintos.
La novela de Landero se titula, ya digo, La vida negociable y tiene los mejores rasgos de su literatura.
Entre otros, los siguientes:
-la prosa sutil, de rigor léxico y esmero sintáctico;
-la visión pícara y tierna de la vida;
-el afán como motor de la acción y causa de la insatisfacción;
-las metas variadas y locas o mediocres que suceden a fracasos estrepitosos;
-la inconsciencia demente de las propias limitaciones;
-la resignación como salida cómica, involuntariamente cómica;
-etcétera.
El protagonista y narrador, Hugo Bayo, Huguito, es un tipo que percibe mal las cosas. Creo que yerra permanentemente. Observa la realidad con egolatría incurable y con un voluntarioso empeño de ganar.
Se cree dueño de grandes capacidades y se cree merecedor de todos los triunfos. Sabe —y lo sabe sin pruebas— que en algún momento podrá remontar.
En fin, sabe —y lo sabe sin pruebas— que podrá salvar los obstáculos que otros le ponen o se le ponen o él mismo se pone. Tiene o cree tener clarividencia.
Por eso, siempre se está dando una segunda oportunidad…, como si la vida le fuera a conceder muchas posibilidades. ¿Para qué vamos a insistir si en nada ya vendrá la solución?
Su padre, administrador de fincas, es un hombre devoto y corrupto. Y de él ha aprendido que, en la vida, todo es negociable. Así de rotundo se lo dice y se lo repite.
“En la vida, todo es negociable” significa que tampoco vale la pena esforzarse mucho si algo o alguien nos contraría o nos contradice.
Siempre podemos pensar que somos más listos o mejores de lo que somos. Siempre podemos optar por evadirnos, por escapar, por admitir que las uvas estaban amargas. Ya caerán del guindo.
A Huguito, los obstáculos le resultan incomprensibles. Si tiene o cree tener madera de héroe o de genio o de hábil negociador, ¿por qué va aceptar que sus cálculos han fracasado o que ha incurrido en errores de bulto?
Él tiene o cree tener cualidades que están por encima de las de los demás. Él es poseedor de habilidades que al final se descubrirán.
Lo raro, lo inaudito, es que otros no lo sepan apreciar. Lo raro es que los pocos amigos que tiene se le vayan sin más.
Pero para Huguito debe llegar el día en que recibirá su merecido o el botín que le corresponde.
Más pronto que tarde se sentará a la mesa de los poderosos y hasta desalojará a quienes incomprensiblemente se le adelantaron.
Llegará el día, en fin, en que se le haga hueco entre los elegidos, siendo él quien desplace a los falsarios o advenedizos.
Cuando ocurra, cuando asista a su jornada de triunfo, ya no habrá nada que negociar pues se le reconocerá.
Finalmente se le reconocerá como el guía sabio que es y se le admitirá como el hombre tocado o ungido por la Providencia.
Ya no habrá más mediocridades ni tropiezos, ni descensos, sólo asaltos (hasta robos, si se tercia). Tocará el Cielo. No hay desmentidos para Huguito.
No hay principio de realidad.