¿Qué habría pasado si José Antonio no hubiera sido fusilado en Alicante en 1936? Primo de Rivera era un tipo confundido y escaso de luces.
Era un miembro de la elite y un titulado sobrevenido: marqués de Estella. Cobra un protagonismo insólito en la España de entonces.
En el Madrid de 1935 y 1936, Primo de Rivera entra y sale, aparece y desaparece.
Y sus ideas y conmilitones envenenan la Villa y Corte, en un ir y venir que es agitación fascista y vida de señorito, la de un joven bien nutrido y fatuo.
No es raro que sus rivales le insulten frecuentemente, que se le desaire; no es extraño que ciertos contemporáneos con quienes tiene trato lo vejen.
No es raro que o detesten, atribuyéndole planes taimados y hasta inverosímiles… Muchos temen lo peor de él.
Por un lado, tiene atractivo físico y gran dinamismo, cosa que despierta el entusiasmo de unos pocos fieles.
Por otro, es un conspirador de ópera bufa, un conjurado al que los militares reprueban por su ineptitud y arrogancia, ignorante de su menguada capacidad.
Entre quienes conspiran –militares, monárquicos, etcétera– está el conjurado más tontaina: José Antonio Primo de Rivera.
José Antonio Primo de Rivera, aquel que observa con difidencia a los generales, unos indecisos, unos gallinas, que tienen sangre de horchata.
También Emilio Mola, Gonzalo Queipo de Llano o Francisco Franco lo observan con recelo, con aprensión.
Imagino que habrían hecho lo posible para deshacerse de él. Ya sabe: haz que parezca un accidente…
La condena a muerte dictada en juicio, en el que intervino como primer fiscal jefe Juan Serna Navarro, tío mío (tío y mentor de mi padre), facilitó las cosas a los conjurados.
Pronto fue destituido: me refiero a mi tío, siendo reemplazado por el fiscal jefe de Alicante.
Algún día hablaré de él, de Juan Serna Navarro…