Me repito. No tengo palabras, otras palabras…: parece obvio qué es el fanatismo, qué averías de la identidad lo provocan. Es un estado henchido y es un estado de carencia, de exaltación y de laceración.
Al fanático le dan vida la unanimidad, el colectivismo, la forzada coherencia de las cosas, las percepciones únicas. Tolera mal o simplemente no tolera la discrepancia, la disensión, los planteamientos contrarios o contradictorios.
Se administra un tóxico: el de la comunión. Porque el fanatismo ideológico se da cuando hay una religión política que crea una comunidad moral con dogmas de obligado cumplimiento que lo justifican.
El individuo corriente obra con sentido común, con sentido práctico, con realismo, con responsabilidad, con algo de optimismo y con resignado escepticismo: las cosas pueden mejorar, hay que aplicarse a ello, pero al final nada hay perfecto. Nos morimos.
En principio, el fanático piensa con convicciones profundas y absolutas, sin contemplaciones: justamente, piensa con principios de los que no se apea.
Y, de entrada, obra sin medir las consecuencias. No importa la violencia, que puede ser incluso orgiástica, si sirve para aplicar sus principios.
“Fiat justitia et pereat mundus”.
El fanático obra siguiendo torticeramente el precepto bíblico: quien no está conmigo está contra mí. Por tanto divide el mundo en amigos y enemigos. ¿Cuál es la tipología de estos últimos?
Aquellos que son de los nuestros pero resultan tibios o moderados, gentes temerosas que abdicando se retiran; y aquellos otros que se nos oponen sin razones y con saña. Frente a cobardes, traidores y enemigos emprenden la destrucción.
El 20 de noviembre de 1931, en Die Franfurter Zeitung, Walter Benjamin publicó un artículo. Llevaba por tituló “El carácter destructivo”. Sin aludir a nadie en particular, Benjamin trazaba una radiografía psicológica.
Pero sobre todo trataba de la destrucción como la tarea a que se aplican con denuedo ciertos individuos dañinos. Lo releo de cuando en cuando y ahora lo parafraseo.
Los tipos destructivos frecuentemente son o se creen jóvenes y no carecen del sentimiento de la alegría, decía Benjamin. Que se apliquen a destruir con furia fanática no les quita placer e incluso alegría.
La destrucción tonifica al erradicar lo que se juzga sobrante, la destrucción simplifica el mundo mal hecho, ese por el que aquellos caracteres sienten una desconfianza invencible.
Los tipos destructivos están convencidos de que su operación devolverá a ese mundo mal hecho su prístina o su secreta o su venidera armonía.
No se interrogan sobre lo que va a ocupar el sitio de lo destruido, sobre aquello que lo reemplazará, y se solazan con goce en el abismo o en el vano que provocan.
Hacen hueco, despejan, y donde otros tropiezan con muros o con personas, ellos sólo ven espacios vacíos, la quirúrgica amputación. Hacen escombros de lo existente y se abandonan a la ensoñación del camino calcinado.
Es la labor arrogante de la masa, la de quienes se exhiben ante gentes que testimonian su eficiencia destructiva o que celebran o se asombran o se horrorizan ante su arrojo temerario o que se achantan ante su capacidad para infligir daño.
Por eso, aquellos tipos quieren estar expuestos a la mirada atónita e intimidada de sus observadores, de sus víctimas, de los blandos, y gozan con las habladurías asombradas de quienes comentan esa gesta. Es fácil que no se les entienda y que no sea sencillo dispensar sentido a su acción.
Da igual: los tipos verdaderamente destructivos no se arrepienten ni se empeñan en explicarse, porque saben que no les dañan ni su conciencia moral ni los malentendidos, y son los otros, sus espectadores, quienes se apresurarán a dotar de significado a aquello que no lo tiene.
Simplemente, a los humanos corrientes nos cuesta concebir que el mal pueda ser arbitrario, que pueda realizarse de manera gratuita, expresiva, creativa incluso.
Llama la atención lo poco que se conmueven por la violencia ejercida. Pero no menos sorprendente es el reducido número de esos malhechores que se suicidan después de examinar y contemplar su desastrosa vida.
Tal vez, porque, como concluyera Walter Benjamin, el carácter destructivo, acorazado, persistente y hasta incurable, “no vive del sentimiento de que la vida es valiosa, sino del sentimiento de que el suicidio no merece la pena”.
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Fotografía: LLUIS GENE / AFP)