Uno. Alguien que me ata en corto me preguntaba estos días si tengo algo que decir sobre el caso del rapero encarcelado.
Le extrañaba mi silencio.
De paso, me preguntaba también si observo indicios que justifiquen algún optimismo ante la deriva de los acontecimientos.
Esa persona sabe que soy jovial, jovial por naturaleza. Y ese individuo sabe también que, durante semanas o quizá meses, he estado mohíno. Por ello me interrogaba y yo me dejaba interrogar.
¿Es que, acaso, no tengo opinión sobre Pablo Hasél? ¿O no será, más bien que no me atrevo a pronunciarme? Intentaré contestarme y, de paso, responder a ese inquisidor.
Para ello me serviré de Umberto Eco y Furio Colombo, que son para mí y sobre estos temas dos sabios tutelares.
No tengo una opinión elaborada sobre todas las cosas que son noticia. Entre otras razones, porque conozco esas cosas sólo a través de los medios.
En este caso concreto, no tengo una opinión firme porque no he leído la sentencia que lo condena a prisión y porque no conozco las distintas causas por las que ha sido procesado.
Me he informado rápida, superficialmente y con creciente estupor a través de la prensa o a través de lo que en la redes sociales se ha reproducido. Me he informado con escasez y repentino asco de las osadías verbales y mentales que profiere este joven airado.
¿Airado? Menos humos…
Conforme iba leyendo las letras de sus canciones o sus afirmaciones tajantes, conforme iba constatando la extrema violencia verbal con que se pronuncia sobre todo lo divino y lo humano, mi repulsión aumentaba. También crecía mi pereza a dedicarle unas palabras.
Es más, si me descuidaba, me sobrevenía un extraño pesimismo. Ya me dirán: desazona comprobar la violencia a la que entregan unas hordas que aprovechan la oportunidad para salir de las alcantarillas.
El malestar de muchos jóvenes puede estar justificado, dada la terrible circunstancia actual. Pero el vandalismo, aparte de un grave delito, es un mal endémico que se da entre ciertos sectores marginales o nihilistas.
Ahora bien hay algo más. El vandalismo luce muy bien en televisión.
Hace años, un finísimo estudioso de los medios de comunicación analizó el fenómeno. Analizó cómo se desata y se incrementa la violencia potencial cuando aparecen las cámaras de televisión.
Me refiero a ese sabio tutelar al que antes mencionaba: Furio Colombo. Y me refiero a su lúcido libro: Rabbia e televisione (1981).
Examinó casos concretos que no enumeraré, pero en todos ellos siempre se daba la misma circunstancia: justo cuando el cameraman enciende el pilotito de su objetivo, estalla la rabia.
Ahora estamos en otro tiempo y en otra fase más aguda. Gracias a los smartphones, el parque móvil se ha llenado de cameramen y, por tanto, todo es potencialmente violento y espectacular. O viral.
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Dos. ¿Puede uno ser optimista en estas circunstancias?
Me pregunto una y otra vez si es posible confiar en la conducta humana y si ciertas cosas mejorarán. Me lo pregunto ante los espectáculos banales y vandálicos, y ante comportamientos insolidarios e irresponsables.
La cuestión exigiría todo un tratado doctrinal, pero mis conocimientos y mi fuelle no me lo permiten. Por ello abreviaré (cuando ya me estoy alargando en exceso) y tendré como guía a Umberto Eco. Sobre estos asuntos, casi todo lo que sé lo aprendí de él.
Para empezar, admitámoslo, es fácil ser optimista cuando todo te sonríe; es sencillo dar consejos a los damnificados cuando las cosas te marchan bien.
Más aún, resulta cómodídimo sermonear a los desarrapados o predecir su ruina cuando las circunstancias no te son adversas. ¿Entonces? ¿Qué hacer?
Sabiendo cómo es el ser humano, una opción legítima podría ser abandonarse al pesimismo más hondo. Pero esto, el pesimismo absoluto, también es pura pereza, aparte de una salida tóxica y consoladora.
¿Por qué razón? Porque el pesimismo sin esperanza consuela amargamente: gracias a la fatalidad, uno se regodea en lo que juzga inevitable.
El mundo es así —nos decimos— y esto no tiene remedio. Eso, en efecto, nos lo decimos aceptando obedientemente que el mundo anda mal, que el mundo va a la deriva.
Un momento. Más bien deberíamos preguntarnos otra cosa: ¿y cuándo el mundo no ha ido a la deriva? Si lo pensamos bien, nuestras vidas, por plácidamente que discurran, no marchan. No marcharán bien en ningún caso.
¿Por qué? Ya lo sabemos. En cualquier momento nos morimos, nos moriremos, cosa incomprensible y, la verdad, muy inquietante.
Es más: incluso aunque de momento no vayamos a morirnos, aquello que hemos levantado o logrado puede perderse, desvanecerse. Ya me dirán, pues, qué hacer.
Lo primero es evitar tanta desazón. Pero creo que eso no se consigue siendo optimista a bote pronto… Vale decir, no hay que declararse optimista por temperamento o a ciegas. Y eso lo dice alguien, yo mismo, que tiendo a la jovialidad.
Ahora bien, podemos ser optimistas circunstanciada y circunstancialmente. Esto es: podemos serlo si examinamos con detalle lo que nos rodea y podemos serlo si aceptamos nuestro contexto siempre limitado.
El contexto siempre es limitado, sí, e incluso deplorable. Pero, si nos queda algo de juicio y de opciones, procuraremos ver la salida y el provecho razonable y solidario de la pésima situación que nos envuelve.
No basta con resignarse. Hay que oponer la voluntad y la contención. Y hay que oponer la historia. La historia no es receta alguna para nuestros males, pero de su conocimiento nos podemos servir sin grandilocuencias.
La historia nos sirve para eso, justamente, pues cuando carecemos de cualquier perspectiva temporal, cuando carecemos de conocimiento, todo nos parece el colmo. El colmo de lo excelente o de lo pésimo.
En cambio, cuando aprendemos a contextualizar, las cosas nos las tomamos con cautela y sobre todo con prudencia analítica.
Hay asuntos que pueden cambiar, incluso a peor; y hay otros que no se modifican, simplemente porque forman parte de la naturaleza humana.
No basta con deplorar el mal estado del mundo. Hay que analizarlo con modestia y con lecturas. Entonces, uno se vuelve moderadamente optimista, optimista provisional. Eso sí, sin abandonar la cautela y la ironía. Sin abandonarse a la televisión.
Foto: Furio Colombo y Umberto Eco, La Repubblica.