Los párrafos abajo reproducidos proceden de mi libro La imaginación histórica (Sevilla, Fundación Lara, 2012). Fue Premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos, galardón que me satisfizo mucho.
Dichos párrafos son una pequeña parte de las páginas que dedico a la imaginación novelesca. Mañana, 18 de febrero de 2021, empiezo mis clases de máster. De estas cosas y de otras más hablaremos… Con entrega. Con placer.
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Un manuscrito borroso
Queremos que nos cuenten historias y queremos contarlas. Por verbosidad o por necesidad.
Ordenamos los hechos pasados dándoles algún sentido, alguna coherencia.
Aventuramos las circunstancias venideras, anticipándonos a lo que pueda sucedernos.
¿Con qué fin?
Con el propósito de acelerar lo deseable y con el objetivo de evitar lo que nos daña.
Mostramos lo que ahora, justamente ahora, nos ocurre con el ánimo de fijarlo y de entenderlo, ese presente continuo que se nos consume conforme lo vivimos: conforme malvivimos o sobrevivimos.
Permítaseme decir una cosa archisabida: el relato es una necesidad universal.
“La experiencia que se transmite de boca en boca es la fuente de la que han bebido todos los narradores”, dice Walter Benjamin.
“Y entre aquellos que escribieron historias, son los grandes quienes en su escritura menos se apartan del discurso de los muchos narradores anónimos”, añade Benjamin en su ensayo El narrador (1936).
¿Por qué razón?
Porque esos relatores expresan esperanzas y temores colectivos, porque ordenan precisamente los hechos, dándoles un significado común.
En las sociedades tradicionales, hay dos tipos de narrador, prosigue Benjamin.
El primero es aquel que habiendo realizado un viaje regresa transmitiendo su experiencia.
Ha completado un periplo más o menos accidentado, un desplazamiento que es arriesgado, excitante, aleccionador.
Con esfuerzo ha alcanzado dominios lejanísimos. A su vuelta cuenta cosas que sus convecinos jamás han visto, cosas que no creerían.
Él deberá administrar la información de manera convincente, de modo que los hechos extraños tengan su asiento y su sentido, sirviendo además de enseñanza a la comunidad.
El segundo narrador es el de tipo sedentario, aclara Benjamin. ¿De inferior calidad o de menor crédito que el anterior?
“No es con menor agrado que se escucha al que habiéndose ganado honestamente su sustento, permaneció en el pago y conoce sus tradiciones e historias”.
El viaje que emprende este narrador estático es hacia el pasado: de los antecesores recibe una lección, una moral de comportamiento.
Entretiene referir historias de los antepasados, historias más o menos fundadas o reales o, por el contrario, anécdotas fabulosas que habrían vivido como pesadillas o sueños que ahora vuelven.
El narrador fundamenta todo ello y toma lo pretérito como un tiempo al que aspirar o como un tiempo del que escapar.
La narración da asiento a lo que ya no está o lo que jamás estuvo, una geografía lejana que sólo se puede evocar y un pretérito imperfecto que se ha desvanecido o un pretérito perfecto con el que se puede fantasear.
La narración configura lo que sucederá o lo que nunca acaecerá, aquello a lo que anhelamos o aquello que queremos evitar.
La necesidad de contar es, sí, universal, pero los relatos tienen formas variadas y funciones más o menos complejas, y se configuran según tradiciones distintas y bajo géneros diversos que van desde la oralidad a la escritura.
El cuento, la crónica, la epopeya, la novela, la historia…
¿No decíamos que el narrador imparte enseñanzas a quienes escuchan?
Venga de lejos, de muy lejos, o se adentre en el pasado, cercano o remoto, el relator nos instruirá con avatares concretos.
¿Cuáles?
Los de individuos que pertenecen a una colectividad, los de personas que renuncian o se aventuran, que padecen o se atreven. ¿Triunfan, se sobreponen, se resignan?
La historia de un individuo es siempre y de algún modo la historia de una colectividad.
Tenemos a un tipo, a un yo, que habla y cuenta, que se explica y que incluso sermonea.
¿Qué narra? ¿La vivencia propia, los hechos que le han referido o los avatares que ha inventado?
Unas veces, ese yo se manifiesta de manera expresa; otras, el individuo se cancela para dar paso a acciones colectivas o ajenas.
Pero esa primera persona se hace presente y hace presente aquello que ya no está o nunca estuvo.
Lo relata con fines instructivos y para ello es fiel a lo que sabe, ha vivido o ha podido averiguar.
O, por el contrario, lo relata con fines igualmente instructivos y para ello es infiel a lo que sabe, ha vivido o ha podido averiguar: lo agranda, lo agiganta, lo rehace.
¿Cómo cuenta ese caso que es a la vez experiencia de la colectividad?
Tenemos dos géneros muy distintos y emparentados, dos géneros tradicionales en los que verdad e invención funcionan de manera diversa.
Me refiero a la historia y a la novela.
¿Qué hacemos los lectores cuando leemos libros pertenecientes a uno u otro género?
Los hábitos han cambiado y hoy no leemos igual que dos siglos atrás, pongamos por caso.
Como también han cambiado algunas de las reglas que fijaban los estatutos, las reglas, de la historia y la novela. Por eso, a veces se confunden, se mezclan, se entreveran.
El novelista nos cuenta una historia inventada; en cambio, el historiador nos detalla hechos consumados y bien probados. Eso es así, al menos en principio.
¿Pero es siempre así? ¿Tienen algo que ver la historia y la novela? ¿Comparten los mismos objetivos y procedimientos?
Empecemos con cosas muy sabidas, aunque imprescindibles.
En un caso, los historiadores cuentan algo que sucedió a unos individuos en un contexto determinado.
En el otro caso, los novelistas refieren hechos que protagonizaron personajes en una circunstancia concreta.
Son narraciones, sí, pero la historia y la novela son algo más.
La historia es relato, una puesta en orden temporal y una delimitación espacial de actos humanos ocurridos y de los que hay prueba.
Es comprensión de las intenciones y de las justificaciones que se dieron los antepasados, intenciones y justificaciones de las que tenemos indicios o vestigios.
Pero la historia es también explicación, conocimiento causal, averiguación de lo que los individuos callan o ignoran, de lo que ocurre y concurre; y de lo que sigue, de los efectos que producen esos acontecimientos, tal como quedan registrados en documentos.
En un cierto sentido, el historiador sabe menos y sabe más de lo que los sujetos conocen. De un lado, no puede desentrañar por entero la acción humana; de otro, tiene datos sobre las consecuencias de esa acción.
La novela también es relato. También es una puesta en orden temporal y una delimitación espacial de actos humanos.
Contrariamente a lo que resulta frecuente entre los historiadores, la novela no la cuenta el autor, sino un narrador o narradores. ¿Quiénes son?
Una voz o unas voces que el escritor escoge para ir administrando la información sobre esos hechos y sobre esos personajes.
Además, contrariamente a lo sucede con la historia, el género novelesco entraña corrientemente ficción.
Los novelistas adoptan todo tipo de recursos para hacernos creer que es real lo que se precisa en sus obras, pero a la vez eso que se detalla no es exactamente una mentira.
Los destinatarios saben que no pueden fiarse, que aquello que leen simula ser verdadero, que aquello que se les aclara en parte es fantaseado.
Resultan evidentes cuáles son las ganancias de la historia: nos proporciona conocimiento sobre el pasado, datos contrastados sobre hechos ocurridos que valen por sí mismos y que pueden servirnos por analogía.
Los hechos que presentan los historiadores facilitan la comparación. ¿Qué hicieron los antepasados en una circunstancia similar?
Pero no podemos tomar a los personajes de las novelas como antecesores nuestros.
Son caracteres parcial o totalmente inventados: en principio, eso dificulta toda comparación.
¿Cómo vamos a contrastar lo que hacemos con lo que supuestamente hizo alguien que no existió?
Pero ese que no existió se nos parece mucho: está hecho con rasgos equivalentes o semejantes a los nuestros, y sus deseos, temores, logros o desaciertos están concebidos a la manera propiamente humana.
La historia lleva siglos de inspección, de investigación, de averiguación. También la novela tiene ya una larga tradición.
Con mayor o menor placer y provecho, los lectores consultan las obras de los historiadores.
Por su parte, los novelistas suelen documentarse para escribir sus ficciones.
Aparte de sus experiencias personales, leen historia e incluso consultan archivos, fuentes informativas que les sirven para ambientar sus relatos, para no incurrir en anacronismos, para ser más convincentes.
En el caso de los historiadores, las investigaciones se plasman en escritos, en monografías en las que vuelcan todo su saber.
Para persuadir, los investigadores han de aportar pruebas y han de disponer la información con el objeto captar y mantener la atención de los lectores.
Novela e historia se escriben, sí.
Por supuesto, son dos géneros muy distintos y las metas que persiguen los historiadores y los novelistas no son las mismas.
Hoy en día, todo lector atento sabe que los investigadores no pueden andarse con suposiciones, con lo que no existió o no se dio; y sabe también que los segundos se las ingenian para idear lo que buenamente se les antoje.
En principio, eso que podría señalar ese lector es así y así tendría que seguir siendo.
A los historiadores les toca lo real y a los novelistas, lo fabulado. Ahora bien, ese mismo lector sabe que hay obras históricas poco rigurosas, poco fiables; y sabe que hay ficciones muy documentadas y convincentes.
Que unos inventen indebidamente y que otros se ciñan a la realidad no invalida lo dicho…
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Fotografía de cubierta: Detalle de Santos Yubero, 1946 (Archivo regional de la comunidad de Madrid, fondo fotográfico M. Santos Yubero-3514/22)
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