El saber ocupa lugar, ya lo creo: libros e investigaciones en creciente y monstruosa adición invaden tus anaqueles y los pliegues de tu cerebro. Y eso que aprendes se añade a lo que ya sabías o creías saber desde niño.
Pondré un ejemplo.
Entre otras monografías académicas, dirijo (o, mejor dicho, codirijo) una tesis doctoral que primero fue un trabajo de fin de máster y ahora es una investigación crecida y en ciernes.
No revelare quién es el doctorando ni tampoco su proyecto, que debe guardarse con celo y a buen recaudo, no sea que algún pícaro se adelante.
Pero sí que puedo revelar un pequeñísimo detalle de esa tesis: al leer el pasaje que el autor dedica a cierto asunto he evocado mi infancia, cosa que tontorronamente me enternece.
Cuando yo era niño, ciertos establecimientos de Valencia, como droguerías, ultramarinos, etcétera, obsequiaban a la clientetela con puntos: unos papelillos o boletos de color encarnado.

La prodigalidad de los comerciantes, su exacto reparto, dependía de los desembolsos. Un cupón por cada cinco pesetas de compra.
Lógicamente, las mayores adquisiciones de drogas, géneros de limpieza para el hogar, etcétera, recibían un mayor número de cupones para pegarlos en unos cuadernos.
La finalidad era completarlos para así hacer valer la promoción.
Se trataba, en efecto, de rellenar una cartilla de dieciséis páginas, tamaño en cuarto. Sobre esas libretas, las madres habilidosas y sus hijos, esos niños que debíamos desarrollar la psicomotricidad fina, pegábamos aquellos cromos repetidos.
Tocaban a dieciséis cupones generalmente de cinco por página, lo que suponía un total de doscientos cincuenta y seis por cartilla, si no yerro. Cada cuaderno tenía un valor de treinta y seis pesetas.

Era una promoción propia de la sociedad de consumo: raquítica, pero de consumo. Y era el Cupón Regalo Comercial, una promesa de felicidad material.
La cartilla, ya rellena, con todos los cupones adheridos se canjeaba por menaje de cocina y todo tipo de utensilios para el ama de casa, ya ven. Creo que con esas operaciones de canje comenzó mi menesteroso o desenfrenado consumismo.
Los cupones no los adheríamos con Pegamento Imedio, cola de lujo que reservabamos para los trabajos escolares. Los adheríamos economizando. Y así elaborábamos engrudo con agua y harina, un adhesivo artesanal y duradero. Dada mi torpeza original, siempre me quedaban grumos.

El engrudo y los cupones forman parte de mi infancia y adolescencia (aquellos años sesenta y primeros setenta). Aquel tiempo de miedo y mediocre prosperidad lo tengo bien pegado, adherido a mi psique.
He recordado este episodio, el del Cupón Regalo Comercial, por la tesis que codirijo, pero también al repasar algunas de las páginas de Miedo y progreso (2016).
Se trata de un excelente libro que Antonio Cazorla dedicó a la miseria sobrevenida, tras la Guerra Civil, y al bienestar raquítico del último franquismo.
De ese raquitismo consumista soy hijo putativo.
Fotografías: todocoleccion.
Mi madre también los pegaba en su cartilla. Lo recuerdo perfectamente
Yo también era uno más de esos niños que se afanaban pegando los cupones. Sin recompensa.