Por mis sensaciones y por mi trabajo, yo ahora no estoy en 2022.
Creerán que estoy majareta. No lo descarto.
Vivo, sobrevivo o malvivo en el siglo XIX. Eso significa que, pese a las apariencias, no estoy en el XXI.
Toni Zarza indicaba algo así días atrás: Serna no está donde dice estar.
Y algo de eso me ocurre. En estos momentos, el nuevo milenio no es mi ambiente, ni mi lugar, ni mi tiempo.
A ver si me explico.
Dos personas, dos amigos, dos colegas… estamos acabando la recreación de un libro que es la trayectoria de un burgués del Ochocientos.
Lo hacemos para Barlin Libros, de Alberto Haller.
Digo estamos porque somos dos: Anaclet Pons y yo procedemos a reconstruir un mundo que hemos perdido. Recreamos la vida de un viajero de la Europa del siglo XIX.
Nuestro andarín va a París, a Londres, a Suiza, a Alemania, etcétera. Bueno, no anda: más bien circula con diligencias, con ferrocarriles.
Su vida parece ideada por Orlando Figes para Los europeos (2020).
Pero no. Antes de que Figes concibiera su espléndido libro, Anaclet y yo estábamos cómodamente instalados en el Ochocientos, siguiendo a burgueses y a la gente fina y principal de esa centuria.

Y esos desplazamientos que ahora reconstruimos para un libro venidero, entre otros viajes del burgués bienestante y acomodado, son aventuras menores, cotidianas, domésticas.
La de un soltero, principalmente.
Seguir a un individuo en un tiempo y en un espacio que no son los tuyos parece una cosa loca. ¿A quién se le ocurre? ¿No sería mejor que nos asentáramos y nos afincáramos en nuestro siglo?
En principio, parece lo razonable. Admitiremos, sin embargo, que el presente es desolador. Escapar a otro tiempo no es tanta demencia.
Viajar al otro mundo, al del Ochocientos, nos permite reconstruir lo que los antepasados hacían, que no es lo que nosotros hacemos.
Pero lo que ellos emprendían tampoco es tan distante o diferente de lo que hoy acometemos. Al rehacer con fuentes, con documentos, con la prosa de los documentos personales, aquello que ese burgués y sus contemporáneos acometen te sientes transportado.
Y ese procedimiento te saca de quicio.
No estamos aquí para confirmar lo que ya sabemos, sino para adentrarnos por ese desfiladero de la historia que nos lleva hasta ese individuo. Y a la vida de sus coetáneos.
Es como la máquina del tiempo.
Reparemos en la obra de H. G. Wells. Recuerdo que el artefacto estaba en unas profundidades remotas, una excavación en la roca, en la montaña. Creo que en un desierto del Medio Oeste americano.

Estaba muy lejos, vamos. O más o menos.
Escribo de memoria y no quiero documentarme ahora para alardear de falsa precisión o de impostada erudición sobre una novela antigua o sobre una serie de los años sesenta (El túnel del tiempo).
Que el artefacto esté en un túnel o en un salón privado le da secretismo a toda la operación. ¿Por qué hay que ocultar esas operaciones?, nos preguntamos.

El secreto es algo muy apreciado por los jóvenes: conforme perdemos la inocencia de la primera infancia aprendemos a encubrir algunos pensamientos.
Aprendemos también a tapar algunos sentimientos; y aprendemos, en fin, a hacer ciertas cosas sin comunicarlas.
Para los niños (al menos lo era para mí en esas fechas), el interior de una montaña siempre era algo atractivo, temible. En del río.
Pero suceden también en cuevas, en riscos, en el interior de grutas por las que se adentran con temeridad.
¡Ah, las cavidades, los salientes, los huecos y los promontorios! Como dijo Sigmund Freud, un agujero es sólo un agujero. O un puro solamente es un puro.
Pero volvamos a las cavidades…
Más que los desplazamientos interespaciales, de niño me inquietaban los viajes al pasado y a las profundidades: al fondo del mar y al centro de la tierra, claro.
O al tiempo remoto, insisto.
Desplazarme a un momento o a otro de la humanidad, pero con los conocimientos y la experiencia del siglo XX me resultaba un admirable prodigio.
Aparte de leer la obra de H. G. Wells, yo veía El túnel del tiempo. Lo veía inmediatamente después de cenar.O no. ¿Cómo? Solo, sin adultos, aislado, en trance.
Experimentaba lo más parecido a una alucinación. Los mayores habían abandonado la sala, esperando el final del capítulo. Y yo me imaginaba transportado a otra época.
Más o menos es lo que ahora siento. No me pregunten más.
Estoy en el Ochocientos.