En su muro de Facebook, María Picazo nos ofrece diariamente extractos de la obra filosófica de Miguel Catalán.
Son textos de mucha enjundia y a la vez de ligerísima guasa. Generalmente son reflexiones sobre la mentira, que es la materia central que ocupó a Miguel Catalán. Y son escritos muy bien argumentados, con una prosa envidiable y con leve zumba, propia del autor.

Hoy, 24 de enero de 2022, María reproduce un pequeño pero decisivo fragmento sobre el Purgatorio.
¿Qué es?
Para los nacidos y crecidos en la increencia, recordaré que el Purgatorio es un sitio de depuración, de purga. Vamos a llamarlo sitio (aunque propiamente no lo es), un lugar metafísico inventado por el cristianismo.
Allí van a parar los muertos que, como nos recuerda Miguel Catalán, fallecen con una ligera carga de “pecadillos veniales”. Vamos, de poca monta si los comparamos con las faltas más graves: los pecados capitales.

Frente a lo que pueda creerse, el Purgatorio sólo es una invención reciente. Data de la Baja Edad Media.
Quienes somos de su misma generación (la de Miguel Catalán) crecimos con el Purgatorio como sitio bien real, como entidad a la que podías ir a parar.

Yo al menos crecí con esa convicción. Así fue hasta que algunos pecadores, hartos de caer en la tentación, dejamos de creer, que no de crecer.
Repito que no es exactamente un sitio, pero admítanme mi error. Siempre lo imaginé o lo soñé como una especie de gigantesca nave de aspecto industrial.
Me refiero al Purgatorio.
No era una cueva grande, no. Era —insisto— una nave o almacén semioscuro de techos altos y paredes metálicas. Frías, claro.
En mis cavilaciones lo veía así.
Pero no puedo decir si esa techumbre era también metálica. Supongo que sí. En todo caso, dada la poca luz, al imaginarlo y casi verlo no podía cerciorarme de ello.
Pero suponía que allí se hacinaban quienes aún no podían acceder al Cielo por esos pecados veniales con los que cargaban y de los que Miguel Catalán les quita mayor gravedad al calificarnos con ese diminutivo: pecadillos.
Pero, en fin, vamos al asunto.
El Purgatorio era una zona de paso. La industria del más allá nos hizo creer que quien estuviera eso, de paso, acabaría ingresando en el Cielo tarde o temprano.
De ahí que las plegarias a Dios por los muertos, las indulgencias, etcétera, pudieran acortar la estancia de esas almas en pena o, mejor, en purgación.
Pueden imaginar mi terror o mi perplejidad.
Como yo me sabía irremisiblemente pecador, mi única aspiración en la vida era acceder al Purgatorio. Por mi parte, de lo que se trataba, era de vivir con tiento para morir, en fin, con una ligera carga de faltas.
¿Y luego? Luego a esperar. A esperar, sí: a ver qué ocurría después. Por muchos siglos que pasasen —me decía— acabaría entrando en el Reino de Dios.
No he podido constatar si yo estaba en lo cierto o erraba al suponer algo así. Primero porque aún no me he muerto. Y segundo porque dejé de creer y, claro, ya no espero nada.
Por favor, lean a Miguel Catalán. Y a Dante.
Disfrutarán y les harán cavilar.