Si la memoria no me falla, la primera vez que estuve en Madrid fue el año anterior a la muerte de Francico Franco. Concretamente en agosto de 1974.
Yo era un adolescente de provincias, de ronda por la capital. Iba acompañado por mis señores padres y aquel primer viaje nos llevó a visitar algunos de los lugares más destacados de la Villa y Corte.
Estuvimos en el Zoo, viendo animales en semilibertad, cosa que me sorprendió, pues por aquellas fechas los animales del parque de Valencia vivían en un recinto diminuto y en una angostura asfixiante.
Estuvimos en el Retiro, que para mí era un parque decimonónico y romántico, o así me lo quería imaginar. Me sorprendieron sus anchuras. El Jardín de los Viveros, de Valencia, yo también lo veía pequeño.
Estuvimos en la Puerta del Sol, paseando entre multitudes que transitaban sin desmayo en un espacio que igualmente me sorprendió. Pero por una razón inversa: por ser un espacio pequeño y municipal para las dimensiones de Madrid.
Estuvimos en la Gran Vía, admirando el tráfico automovilístico, las dimensiones gigantescas del edificio de la Telefónica y el vértigo de la vida urbana.

Concluida en 1981.
Estuvimos en El Escorial, visitando con cierta aprensión las tumbas reales, el pudridero y, en fin, las criptas remotas. También las dependencias de Felipe II. Me sorprendió la silla en que se le transportó ya muy enfermo de gota.
Estuvimos en el Valle de los Caídos. Sentí una desazón que no sabía explicar. Esa guerra… Recuerdo que me desagradaron especialmente las figuras de Juan de Ávalos: por su religiosidad y gigantismo. Para esas fechas, y en privado, yo ya había abandonado la fe en Cristo.
Durante el viaje a Madrid nos alojamos en un modesto hotel del centro, muy próximo a la Plaza Mayor, y desde allí programábamos las distintas visitas.
No sé por qué me incluyo en el plural. En realidad era mi padre, armado de manuales y folletos, quien dictaba los itinerarios, que eran de reconocimiento.
Por supuesto, como no podía ser de otra manera, practicábamos un turismo obvio y voluntarioso, con plano y guía. Hoy, aquí y mañana, allí.
En el hotel estábamos hospedados a media pensión. En su salón-comedor, con mucho escay y railite y más bien estrecho, almorzábamos. Siempre estaba lleno y notábamos ciertas apreturas en un espacio de tan pocos metros cuadrados.
De aquel salón tengo un recuerdo imborrable: el de unos parroquianos con los que cada día coincidíamos a la hora de comer. Era un grupo numeroso de portugueses. O eso me parecía. Lo del número, quiero decir.
Yo jamás había visto un portugués al natural.
Los observaba con curiosidad: aquellas personas miraban en silencio lo que la Primera Cadena les mostraba. El salón contaba con un televisor de muchas pulgadas. O eso me parecía.
El 25 de abril estaba muy próximo y la Revolución de los Claveles, de Portugal, era noticia diaria. Los acontecimientos se desarrollaban entre lo civil y lo pretoriano.
Por supuesto, yo no acaba de entender por qué los oficiales y generales del Ejército portugués seguían teniendo tanto protagonismo si nuestros vecinos habían derribado un régimen dictatorial y ordenancista.
A pesar de ignorarlo todo o casi todo de lo que se avecinaba, yo sabía que lo ocurrido en Lisboa nos afectaba. Me había informado por Triunfo que, por entonces, ya leía semanalmente.
Qué quieren, mi ignorancia era mayúscula. Tenía miedo del futuro y, a la vez, disfrutaba de cierta emoción contenida por lo que ya estaba sucediendo.
Sólo contaba quince años.
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