Abimael Guzmán

Desde luego, todo atentado terrorista está concebido para dañar objetivamente: para herir, para matar, para ambas cosas a la vez.

Pero también están pensado para activar o agravar procesos de victimización. Es decir, para que nadie se sienta a salvo.

Y para que los medios registren el hecho. Será un acontecimiento del que dar cuenta, un suceso al que los periódicos le buscarán inevitablemente algún significado.

Por supuesto todos somos potenciales víctimas, pero hay más probabilidades de que asesinen a quienes pueden ser vistos como símbolos.

Aparte de matar, eso es lo más extraño de las acciones terroristas: que los ejecutores no siempre lo hacen por razones personales. Con frecuencia realizan atentados para que escarmienten los símbolos. O sus portadores.

Hacer de alguien un emblema tiene la ventaja de que no es preciso enemistarse con el individuo. Basta con convertirlo en representación de lo odiado.

Cuando digo esto, me acuerdo de una lectura que disfruté años atrás. Es La cuarta espada. La historia de Abimael Guzmán y Sendero Luminoso (2007), de Santiago Roncagliolo. Es un volumen al que ahora he vuelto, un libro que he completado con gusto y con estupor, y que me impresiona igual o más que la primera vez.

Pero no acabo de dejarlo y sigo releyendo, una vez más, pasajes estremecedores. Y saltó entre sus páginas y vuelvo atrás.

En La cuarta espada, Roncagliolo rastrea el terror en el Perú de los años ochenta y noventa, el provocado por Sendero Luminoso y el organizado por el contraterrorismo. Y rastrea el simbolismo de aquella organización maoísta.

Las primeras acciones ordenadas por Abimael Guzmán, Presidente Gonzalo, fueron concebidas así: por su dimensión especialmente simbólica. O eso creían él y los suyos.

El primer atentado ocurre en la madrugada del 17 de mayo de 1980. Dura una media hora. Cinco encapuchados reducen al guardián de un colegio electoral en Chusti. Queman las urnas y el libro de registro. ¡Las urnas y el libro de registro!

Durante las siguientes semanas, los senderistas cometerán otros atentados con dinamita y con bombas caseras. Atacarán bancos, torres eléctricas, locales públicos y… algunas dependencias de la embajada de China en Lima. ¡La embajada de China!

La siguiente acción más llamativa tendrá lugar el 24 de diciembre de ese mismo año: “una columna senderista”, escribe Roncagliolo, “atacó una hacienda, secuestró al propietario de sesenta años, lo torturó a golpes, le cortó las orejas y lo mató”. ¡Le cortó las orejas y lo mató!

Dos días después, el 26 de diciembre, Sendero Luminoso engalanará el centro de Lima con adornos de un simbolismo obvio: en algunos postes de la luz colgaron perros.

Los responsables policiales pensaron que los animales llevaban dinamita. En realidad, los perros sólo tenían carteles con una leyenda extraña: “Deng Xiao Ping, hijo de perra”. ¡Deng Xiao Ping, hijo de perra!

De ese acto simbólico y cruel queda una fotografiada excepcional: la de los canes muertos. De fácil interpretación.

Así pues, el dirigente chino era un perro reformista, vaya. ¿El autor de la instantánea? Carlos Bendezu para la revista Caretas.

Con esta acción contraria al reformismo, a todo reformismo, comenzaba en Perú la guerra de guerrillas, replicada frecuentemente con crueldad y delito por el Estado.

Con S. L. empezaba un maoísmo feroz, sanguinario. Lenin, Stalin, Mao y la Cuarta Espada: Guzmán. ¿El resultado de todo aquello? Casi setenta mil muertos.

Desde luego en el origen de tantas violencias suele haber un principio banal que se hace pasar por simbólico, una justificación presunta, un escarmiento. O una idea, la de la sociedad perfecta, la de la erradicación del vicio.

Roncagliolo escribió un reportaje originariamente periodístico (para El País) que luego amplió y convirtió en La cuarta espada. Empleó numerosas fuentes.

No pudo hablar con Abimael Guzmán, pero pudo entrevistar entre otras personas a Elena Iparraguirre, número dos de Sendero Luminoso y esposa de Guzmán. Sorprenden la trivialidad y la frialdad de sus palabras.

Roncagliolo también consultó la abundantísima documentación reunida por la Comisión de la Verdad y Reconciliación. De pánico.

Pero una de las cosas más interesantes de su libro es la voz de quien narra. O, en otros términos, la implicación personal de quien cuenta los hechos, las atrocidades, el sufrimiento.

El cronista Roncagliolo no se esconde ni se cancela. Al contrario se expone para mostrarnos su propia condición, sus tropiezos, sus descubrimientos, los vaivenes materiales y emocionales de su pesquisa.

Roncagliolo es de Lima, hijo de una familia de izquierdas, jovencito en los ochenta, observador aturdido siempre, reportero y novelista. Hoy es un escritor reconocido y muy apreciado.

En su libro no hay frialdad posible, ni simbolismo. Hay compromiso y distanciamiento: ambas cosas no son incompatibles. Son las que nos permiten sobrevivir al infierno tan temido.

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