Absolutamente Kubrick

Justo Serna, Cartelera Turia, 7-13 de junio de 2019

Es difícil olvidar La naranja mecánica (1971). Por su puesta en escena, por su fasto, por su imaginería. Por la violencia visual. La volvemos a ver…

La sociedad futurista que aparece en La naranja mecánica debe mucho a la novela homónima (1962) de Anthony Burgess, en la que se inspira. Pero la reinvención es completa.

La indumentaria de los jóvenes en dicho film es inspiradora y a la vez es condensación de las estéticas pop de los sesenta. Las décadas duran.

Las décadas duran y a pesar de estrenarse en 1971 en realidad estamos viendo una película pensada, producida en los sesenta. Todo en ella tiene la marca de esa época, pero al mismo tiempo la trasciende.

Lo violento se presenta como un rasgo constitutivo de lo humano. No hay modo de ser buenos sin nuestra parte alicuota de maldad. Y esa maldad no es extirpable. Tampoco es deseable su desaparición.

Ahora bien, civilizarnos es domarnos: moderar nuestros instintos más primitivos. Gracias a ese progreso y a sutilezas incluso perversas, hemos desechado cierto tipo de violencia para resolver algunos conflictos.

¿Qué patología sufre o disfruta Alex DeLarge, el joven protagonista? En sus actos feroces, que comparte con una cofradía de drugos, la violencia se representa a la manera de una coreografía.

¿Eso qué significa? Kubrick le da todo el dramatismo y el erotismo de que es capaz, presentándola como algo que provoca repulsa y atracción.

DeLarge es un tipo destructivo. Tomemos nota. Los tipos destructivos son y se saben jóvenes y no carecen del sentimiento de la alegría, decía Walter Benjamin.

¿Por qué? Porque la destrucción es un reconstituyente que te saca de tus casillas, de los estados melancólicos o neurasténicos. Al extirpar lo inútil, lo que juzga inútil o flojo, Alex se enardece.

Con ello aligera o simplifica el mundo complejo y mal hecho. Siente la descarga. Alex no se pregunta sobre el vacío que deja, sobre la fractura que provoca, sobre el mal que inflige.

No se arrepiente ni trata de explicarse. No le daña ni le detiene la conciencia moral o el freno civilizado. ¿Hay curación para el joven feroz?

El film nos muestra las fechorías de Alex, el psicópata apasionado de Beethoven, motivado por la violencia y el sexo, y coreado por su banda.

Cuando los colegas lo traicionen, DeLarge será arrestado, juzgado y sentenciado a catorce años. Entrará en prisión.

Es allí en donde optará por someterse al proceso Ludovico, una terapia -digamos- conductista.

Este tratamiento, de choque, hace que la agresión o su simple tentativa le provoque náuseas. El comportamiento destructivo de Alex DeLarge quedará seriamente tocado, debilitado y casi extirpado.

El film trata del bien y del mal, de la capacidad humana para discriminar moralmente. Trata de la libertad, del libre albedrío y de su pérdida.

¿Qué es la sociedad perfecta? Asistimos al despliegue nihilista de la violencia juvenil y asistimos a su amputación: todo ello con una banda sonora que nos sobrecoge por contraste.

Después de La naranja mecánica ya nunca podremos escuchar igual la Novena Sinfonía, de Beethoven.

Pero después de ese film ya todos sabemos qué son la violencia pandillera, las tribus urbanas y su identificación.

Todo un tratado que no envejece. Casi cincuenta años y aún suena y resuena. Aún impresiona.

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Anexos:

1. Sin comentarios.

En la película de Kubrick ya están planteados los perfiles violentos de una manada, del comportamiento violento en grupo, del narcisismo mal herido, mal construido, de la agresión sexual bien concreta y simbólica, de la estética extrema, de la ética vacía, del la relación amo y esclavo. Etcétera.

2. El 20 de noviembre de 1931, en Die Franfurter Zeitung. Walter Benjamin publica un texto clarividente. Lo titula El carácter destructivo. Sin aludir a nadie en particular, Benjamin traza una radiografía psicológica. Pero sobre todo trata de la destrucción como la tarea a que se aplican con denuedo ciertos individuos dañinos.

Los tipos destructivos se creen jóvenes y no carecen del sentimiento de la alegría, decía Benjamin.¿Por qué razón? Porque la destrucción tonifica al erradicar lo que se juzga sobrante. Porque la destrucción simplifica el mundo mal hecho, ése por el que aquellos caracteres sienten una desconfianza invencible. Están convencidos de que su operación le devolverá su prístina o su secreta o su venidera armonía. No se interrogan sobre lo que va a ocupar el lugar de lo destruido, sobre aquello que lo reemplazará, y se solazan con goce en el abismo o en el vano que provocan.

Hacen sitio, despejan, y donde otros tropiezan con muros o con personas, ellos sólo ven espacios vacíos, la quirúrgica amputación. Hacen escombros de lo existente y se abandonan a la ensoñación del camino calcinado. No es la suya la tarea dolorosa de una soledad creadora, sino que es la labor arrogante de quienes se exhiben. Se exhiben ante gentes que testimonien su eficiencia destructiva o que celebren su arrojo temerario o que se asombren de su capacidad para infligir daño.

Por eso, aquellos tipos quieren estar expuestos a la mirada atónita e intimidada de sus observadores, de sus víctimas, y a las habladurías asombradas de quienes comentan esa gesta. Es fácil que no se les entienda y que no sea sencillo dispensar sentido a su acción. Da igual: los tipos verdaderamente destructivos no se arrepienten ni se empeñan en explicarse. Saben que no les dañan ni su conciencia moral ni los malentendidos, y son los otros, sus espectadores, quienes se apresurarán a dotar de significado a aquello que no lo tiene.

Simplemente, a los humanos corrientes nos cuesta concebir que el mal pueda ser arbitrario, que pueda realizarse de manera gratuita, expresiva, creativa incluso.

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