Siempre que puedo proclamo mi apego y mi aprecio por Robinson Crusoe (1719), de Daniel Defoe. Mi apego y mi aprecio por esta novela que ahora cumple trescientos años.
No me ocurre lo mismo con su protagonista, a quien no le profeso tanto cariño. El personaje me resulta por momentos cansino, estomagante. Hay páginas en que lo detesto con furia…
Punto y aparte.
Escribir hoy en día sobre Robinson Crusoe es una auténtica temeridad. Aunque sólo nos propongamos justificar su lectura y el placer que sus páginas nos procuran, el intento está condenado de antemano. Estoy condenado de antemano.
¿Por qué? Hay tanta, pero tanta y tanta… literatura sobre esta obra y sobre el mito a que da lugar, que cualquier glosa siempre llega tarde.
Por otra parte, es tal la celebridad de su protagonista (y de sus sosias y réplicas) que todos sabemos mucho de él, o creemos saber mucho, aun cuando no se haya leído el relato original.
Punto y seguido. Robinson es hijo de buena familia, un muchacho bien atendido, bien nutrido y bien aconsejado por un padre sensato: es un joven prometedor.
Pero Robinson quiere hacer su vida, su propia vida, y como buen inglés se hace al mar, a la mar, desatendiendo el consejo del padre. Estudia Leyes, acomódate al comercio.
Por supuesto, Robinson Crusoe se perderá, naufragará, según nos relata él mismo en esta obra de obvia inspiración española.
El náufrago tendrá que rehacer su entorno y tendrá que rehacerse. Como ser humano, todo lo esencial lo lleva dentro: un copioso saber práctico y un repertorio de habilidades potenciales.
Eso indicará Karl Marx muchas décadas después. Dice Marx: no existe un Robinson realmente solo, aislado y sin ataduras. Robinson es un continente o un contenedor de saberes y de intuiciones.
Crusoe, el joven urbano de escasa experiencia y nula gallardía, está bien pertrechado con sus conocimientos ingleses y con sus hábitos burgueses.
‘Robinson Crusoe’ es ficción que adopta la forma de la autobiografía. Alguien se expresa en primera persona y nos cuenta su aventura.
Alguien llamado Robinson nos detalla todo lo que le ocurre desde que abandona la casa del padre.
La abandona como un hijo pródigo y atolondrado, pero para regresar mucho tiempo después como riquísimo hacendado.
Cuando cuenta diecinueve años, el 1 de septiembre de 1651, se embarca y allí comienza la lista de sus gestas y penalidades, la serie de sus empecinamientos y corajes.
De todas las desdichas, la peor es sin duda la del naufragio. Tras el hundimiento de su nave y la muerte del resto de la tripulación, Robinson salva la vida milagrosamente.
Gracias, Dios mío, por esta suerte.
A partir de entonces ha de empezar una dura, una durísima existencia. Ha de aprender a vivir en soledad.
Crusoe debe habilitarse un espacio acogedor, un lugar protegido que lo salve de la amenaza exterior: la de la Naturaleza o la de posibles caníbales.
Robinson trabaja sin descanso descubriendo en él capacidades que ignoraba poseer, o aprendiendo con rapidez habilidades de hombre fabricante.
No pierde el tiempo: excava, cultiva, cosecha, caza, elabora y lee el único libro que ha logrado salvar entre los restos del naufragio: la Biblia.
Habla con Dios, le reprocha su fatalidad, le agradece su suerte: lo toma como interlocutor y comienza a escribir un diario.
¿Para qué un diario? Justamente para expresarse, para saldar cuentas, para detallar el debe y el haber, para no pensar en su triste condición.
Su actividad es incesante, su laboriosidad es perseverante, su paciencia es grande. Sin embargo, sus estados de ánimo varían.
La Naturaleza acecha constantemente y el miedo se apodera de Robinson con frecuencia. ¿Saldrá de allí?
Prácticamente todos sabemos cuál es el porvenir que le espera a Crusoe. Lo hemos visto en las distintas adaptaciones cinematográficas y televisivas o incluso lo hemos leído en diferentes versiones, abreviadas o no.
No ignoramos nada de Robinson. ¿Es así? Esas informaciones más o menos ciertas e incluso el final que creemos saber no son más que datos superficiales, interpretaciones o glosas secundarias.
De Robinson hay que leer su relato autobiográfico original, ese que imaginó Daniel Defoe. Allí está el ser humano, un ser humano fabricante y obstinado que en ocasiones se nos hace antipático, ya digo.
Tanto es su ahínco o tanto es su orden. Fue rebelde, pero ahora es fanáticamente laborioso. Fue joven y desprendido, y ahora es un tipo prudente y acaparador.
Algunos han querido ver en esta novela una metáfora del capitalismo, de la ética del beneficio y de la propiedad privada. Robinson es de origen burgués y, propiamente, pensará como un hacendado. No lo niego.
Sin embargo, yo quiero leerlo como el náufrago que es y seguirá siendo. Quiero ver su soledad, la del individuo que ha de hacerse con cuatro pecios, con restos escasos, con pocas habilidades heredadas o aprendidas.
Quiero verlo como un tipo que se sabe prisionero y que aun así lucha por sobrevivir creándose ese entorno acogedor.
Es la suya toda una lección de vida: siempre y cuando el afán, la laboriosidad fanática de Robinson, no sea nuestra condena.