Los intelectuales. Otra vez

¿Quiénes son los intelectuales? ¿Aquellos que cultivan el intelecto, los que se valen de la reflexión, de la cognición?

Si ésa fuera la respuesta, entonces todos los seres humanos, salvo grave avería, podrían definirse como tales.

Los individuos no somos mera chiripa existencial: somos herederos de tradiciones milenarias que llegan hasta nosotros.

Son tradiciones que nos proporcionan los recursos de que servirnos para pensar y actuar, para examinar y estudiar…., como intelectuales, como filósofos.

Nos centramos, nos centramos en nuestro propio yo, nos apartamos momentáneamente del mundo, nos abismamos incluso, y evaluamos lo que nos pasa o nos concierne.

Para ello, para pensar, para pensar qué hacer, empleamos las referencias culturales que a cada uno de nosotros nos han llegado o hemos adquirido.

Son estudios, experiencias, expectativas, recomendaciones familiares, preceptos religiosos, saberes comunes, conocimientos informales, consejos amistosos, productos de la cultura popular, de la cultura de masas.

Decía Umberto Eco (1932-2016) que todo ese repertorio de ideas propias o prestadas o recibidas forman nuestra particular Enciclopedia.

¿Pero esa circunstancia, la de pensar, nos convierte en pensadores? Insisto: me refiero a la de pensar, reflexionar, estudiar y finalmente actuar. No es exactamente así.

“Todos los hombres son intelectuales”, decía Antonio Gramsci (1891-1937), aunque no a todos los hombres les corresponda acometer dicha función en público y en sociedad.

¿Qué función? Sería algo así como pensar para todos o, al menos, para otros, valiéndose de los mass media con el fin de manifestar y publicar el resultado de esas reflexiones privadas.

Gracias a esas operaciones, las de pensar y difundir, dichas reflexiones podrán servir de lección o enseñanza generales.

La sociedad lectora, espectadora o consumidora de mensajes a través de los medios sabrá qué piensan los grandes escritores, filósofos, cineastas, científicos, etcétera, que tienen opinión o creen tenerla sobre los graves y también grandes asuntos públicos, políticos, sociales o de la índole que sea.

El intelectual es aquí un maestro, un maestro pensador, al que se le atiende por su fama, por su celebridad, por la calidad de sus razonamientos y argumentos, por la exactitud de sus diagnósticos y exámenes públicos.

Quienes desempeñan la función de intelectual son aquellas personas que, dotadas de alguna cualidad reconocible, intervienen en la esfera pública.

Son aquellas personas que se atreven a denunciar al poder o los poderes, a los presidentes, a los ministros y a los gobiernos.

Los denuncian preferentemente en la prensa o en manifiestos, en artículos o en entrevistas, porque esos intelectuales se valen de su celebridad para hacer valer su voz.

Se hacen valer y hacen valer su voz contra la arbitrariedad, contra la opresión, contra la injusticia.

Se convierten así en referentes, en modelos de conducta, para numerosos seguidores o incluso para rivales o enemigos que aguardan sus pronunciamientos para reaccionar contra esos mismos intelectuales.

Estos individuos reverenciados o detestados son o suelen ser creadores: han alcanzado una preeminencia pública por la virtud artística o científica con que están ungidos y, así, filman películas, publican novelas, poemas, estrenan obras dramáticas, investigan.

Su conversión en intelectuales no procede de su labor creadora. Su conversión viene después, cuando valiéndose de la celebridad o del reconocimiento se atreven a hablar de cosas públicas que no son de su competencia o de su incumbencia.

Es entonces cuando hacen declaraciones, firman manifiestos, critican decisiones, enjuician a los gobiernos y difunden su palabra, su voz.

O, como dijera Jean-Paul Sartre (1905-1980), el intelectual más conocido, reconocido, seguido y detestado del siglo XX, esta figura pública es un tipo entrometido: alguien que se inmiscuye donde no le llaman, que incordia.

El intelectual espera derrocar “verdades” recibidas que juzga mentiras y prejuicios heredados, que juzga falso pensamiento, atavismos y actos públicos que juzga retrógrados o dañinos.

O, más aún, el intelectual es aquel que abusando de la notoriedad alcanzada sale de su ámbito (la literatura, el arte, la ciencia) para criticar a la sociedad, para reprender a los poderes establecidos, para amonestar a sus contemporáneos por perezosos o irreflexivos.

La celebridad: justamente cuando el creador aprovecha esta circunstancia para examinar el estado de la moral colectiva, cuando el científico se sirve de la fama para interpelar a sus destinatarios y cuando el literato se erige en defensor de una causa, entonces estamos en presencia de intelectuales.

Se exhiben ante sus compatriotas y ante el mundo, coronados por el prestigio y protegidos por su crédito público.

Los intelectuales son un grupo humano paradójico. Lo constituyen individuos que no son afines o enteramente afines.

De entrada, nada los vincula: ni las profesiones, artes o saberes que cultivan ni las prácticas y tareas que desempeñan.

Sus orígenes suelen ser variopintos e incluso no son raros el extrañamiento y el enfrentamiento mutuos: no saben bien qué realizan estos o aquellos, pues ni los escritores o artistas conocen con exactitud qué hacen los científicos y los técnicos, ni éstos saben con precisión qué es crear.

Eso sí, unos y otros crecen interiormente alimentando un yo, desarrollando sus cualidades, formándose: ese refinamiento expresivo, creativo o científico les aleja del resto de los mortales, del común de las gentes.

Se rehacen con nutrientes culturales ajenos, con herencias recibidas de los sabios, eruditos y artistas que ls preceden.

Reciben un legado múltiple que ellos sintetizan y hacen avanzar con nuevas habilidades o nuevas capacidades; interiorizan experiencias y prácticas y logran algo distinto.

Desde el siglo XVIII y, sobre todo, desde finales del siglo XIX no pocos creadores, pensadores y científicos se convierten en intelectuales.

Tienen cualidades reflexivas, analíticas, de mucho provecho para la sociedad.

Y es por ello que se sienten autorizados a expresarse, a pronunciarse, en una etapa histórica en que también nacen la esfera pública, la opinión pública, lo público.

Los intelectuales son también un grupo raro por otras razones. Por ejemplo, porque aquello que hacen como creadores o como académicos, como virtuosos del arte o de la palabra, los distancia objetivamente de la masa, del vulgo.

Y, sin embargo, esa misma cualidad y esa diferencia o abismo imantan, atraen, seducen a amplios sectores de la gente: de las masas que se informan en la espera pública, de las muchedumbres y de los públicos que se preguntan por la opinión relevante y común.

Es por eso por lo que a esos intelectuales se les toma frecuentemente como referentes indiscutibles, como portavoces de ideas necesarias.

Justamente por eso, sabiéndose escuchados, seguidos, aplaudidos, levantan su voz, se pronuncian con mesura o con mucho aspaviento, peroran o educan e instruyen.

No sólo de lo que saben, de aquello en lo que son competentes (el verso, el óleo, la ficción, el barro, la instantánea, los virus, etcétera), sino también de otras cosas públicas que a muchos interesan y sobre las que ellos creen tener opinión y juicio. O se les exige tener opinión y juicio.

Intervienen en la prensa, se hacen presentes en los medios, denuncian con corajeo con mesura, aprueban con entusiasmo o tibiamente, condenan con arrojo o con yerro, celebran…

Y su imagen se impone más allá de su propia obra. Son conocidos y resultan reconocibles y sus efigies o sus parlamentos son considerados, muy tenidos en cuenta.

Es raro poder escapar del envanecimiento que puede provocar esta capacidad de convocatoria, pues saberse conocidos y apreciados, saber que hay tantos que aguardan sus voces o sus dictámenes, agranda el alma o la trastorna.

Con retórica dolida o expresión sarcástica, con formulaciones sensatísimas o con exclamaciones disparatadas, los intelectuales se hacen leer, se hacen oír o se hacen aplaudir.

Por esta circunstancia paradójica –un mundo interno cuyas emanaciones se esperan con unción y fervor–, algunos intelectuales obran con torpeza o delito, maduran mal, padeciendo frecuentes trastornos narcisistas.

Entre quienes están muy pagados de sí mismos, entre quienes sueñan con la posteridad, no es raro hallar casos de engreimiento fantasioso.

Son gentes que, cuando recuerdan su propia vida, se engañan con sus logros, su identidad y su coherencia. O se juzgan oráculos.

Pero hay otros intelectuales que obran con prudencia, con sensatez, personas que tuvieron juventudes más o menos alocadas y que cuando maduran raramente se equivocan.

En cualquier caso, un intelectual es un metomentodo, un señor o una dama de las letras, de las artes, de las ciencias, etcétera, que se atreve a elevar su voz frente lo obvio o lo repetido o lo archisabido. Es alguien picajoso.

¿Puede ser un tipo servil, un rastrero? Por supuesto, la historia contemporánea rebosa de gente indeseable que ha ocupado el puesto de intelectual y que no ha sabido no ha querido defender causas nobles o necesarias.

Quizá podemos pensar que frente a estas tentaciones tan poco edificantes, más valdría que cada uno se ocupara de lo suyo, de lo que sabe, de lo que sabe hacer y no de lo que cree que debe decir en público. Frente a esta idea, que no es disparatada, cabe oponer dos razones bien actuales.

Primera. ¿Podemos imaginar un mundo de expertos en el que sólo éstos hablaran de su materia por ser los únicos estudiosos y autorizados? Sería, además de tedioso, enormemente pobre: empobrecedor.

Segunda. ¿Podemos imaginar un mundo de atrevidos ignorantes e iletrados opinando sobre cosas abstrusas? Por supuesto al intelectual y al ciudadano, que no son expertos ni ignorantes, hay que exigirles hondura, datos, conocimiento y prudencia analítica.

De su capacidad expresiva, la del intelectual: de su capacidad para conectar con el gran público, no cabe dudar.

De igual modo, al experto, al politólogo, al historiógrafo, al economista, habría que exigirles claridad, apearse de la jerga abstrusa y, sobre todo, quitarse ese vicio tan común: el creerse científicos ajenos al vulgo.

Que los enunciados de un académico han de superar las pruebas está fuera de toda duda, pero que nos califiquemos de científicos cuando somos humanistas más o menos refinados… no nos salva.

¿Podemos imaginar un futuro horripilante de tecnócratas bien informados que hayan olvidado las Letras?

El mundo es complejo, sometido a la subjetividad, a las conductas en parte imprevisibles de los humanos.

O como decía con agudeza involuntaria George W. Bush: la guerra es un sitio peligroso. También la paz, podríamos añadir.

No se resuelve sólo y definitivamente con el dictado del experto, ni con la predicción del politólogo o demógrafo, por ejemplo.

Por eso, necesitamos una pluralidad de voces cultivadas (entre ellos, los llamados intelectuales, esos que no son expertos precisamente) que con mayor o menor acierto nos incomoden.

Necesitamos gentes reconocidas que se atrevan a examinar y a evaluar las política y las cosas públicas. Podrán seguir siendo ejemplo de internautas que precisan referentes.

Que quien tenga que opinar o dictaminar ha de documentarse, está fuera de toda duda. Como es obvio, hay que ensanchar el marco que circunscribe nuestros pensamientos.

Es más si tenemos un pensamiento original, pero original de verdad, algo que nadie haya dicho antes, es altamente probable que sea una memez.

O sea: hay que desconfiar del experto de gabinete que apenas pisa la calle, como hay que desconfiar del humanista que cree tener varias o muchas ideas novedosas.

Como hay que desconfiar de los bulos que circulan por la red con apariencia científica o académica.

A veces, en el experto, el problema es una erudición abundante y banal que impide reflexiones de mayor hondura o largura.

¿Y en el caso de los escritores y artistas que se pronuncian? ¿Un literato y un creador tienen algo que decir públicamente?

Por supuesto. Para empezar lo dicen bien. Una sintaxis pobretona refleja un pensamiento tosco y hasta una moral descompuesta.

Aparte de decirlo bien, ¿la escritura intelectual aporta profundidad?

No nos confiemos. No siempre los expertos o los intelectuales obran con corrección. Por su parte, lo que desagrada de los expertos es la ceguera: la miopía, de tantos analistas de laboratorio.

Aquello que escandaliza de los creadores convertidos en intelectuales es cuando se pronuncian con escasez de conocimientos, con magras experiencias y con fatuidades.

Los intelectuales (humanistas, artistas, etcétera) han cometido grandes irresponsabilidades.

Pero los expertos son responsables de enormes atrocidades: han contribuido a la ingeniería social y a la tiranía: bajo el nazismo, bajo el estalinismo, por ejemplo.

Sin duda que hay literatos que han hechos cosas feísimas. ¿Qué cosas? Pues, por no ir más lejos, la siguiente: sostener ideológicamente dictaduras (cosa frecuente durante la Guerra Fría).

Insisto: igual que hay científicos de neutralidades presuntamente objetivas que se aliaron con gobiernos delictivos.

A pesar de esas culpas, intelectuales y expertos aún nos son necesarios. Con frecuencia, las opiniones ya no pasan por fuerza a través de los grandes medios: la opinión pública y publicada, esa en la que impusieron su voz los intelectuales.

Con frecuencia, las opiniones ya no pasan por fuerza por la academia, por la Universidad, esa en que se formaron y se impusieron los expertos, los estudiosos.

Hoy, las redes sociales, permiten la difusión de todo tipo de opiniones. La redes sociales han supuesto una democratización de esas opiniones, una extensión de los juicios privados, una multiplicación de las perspectivas o puntos de vista.

Sin embargo, la democratización de las opiniones no significa necesariamente una mejora en la calidad de los juicios, de los puntos de vista, de los análisis.

Los intelectuales han perdido fuelle, han perdido vigencia, han perdido fuerza oracular.

En buena medida han sido reemplazados por numerosas expresiones personales, por muchedumbres opinadoras que se difunden a través de las redes (como hago en este momento) y que en ocasiones están bien fundamentadas y en otras, por el contrario, son o favorecen los bulos.

Hay que estar en guardia, atentos. Como decía el clásico, el diablo está en los detalles.

Hay que observar, leer y examinar; observar, leer y examinar; observar, leer y examinar.

Y no hay que dejarse impresionar. No hay que dejarse impresionar fácilmente.

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