Las preguntas de la infancia son las que perduran, las que no podemos desechar.
Pasa el tiempo, pasan los años lentos de la adolescencia y, sin embargo, ahí siguen con toda su latencia. Con todo su estupor.
Nos fijamos en nuestros progenitores y, cómo no, advertimos en esas personas algo que es nuestro, algo que no lo es o no queremos que lo sea, algo que nos resulta extraño y hasta vergonzoso.
En el padre, por ejemplo. Detengámonos en él.
Freud lo fijó como la figura de la Ley, el Orden, ese ser que nos arrebata a la madre y el paraíso. Lo estableció y lo definió así en una sociedad que ya no es la nuestra.
Ahora, ese ser está seriamente cuestionado. De ver en él una figura indiscutible y protectora pasamos a descubrir un tipo lastrado y lisiado.
No es el hombrón que creíamos. O, si su estatura permanece, ya no vemos al héroe en quien fijarse o admirar.
Por hache o por be, su figura se achica, se arruina y su cuerpo, que fue desmesurado, que fue un falo temible o envidiable, ahora es, uno más, un fallo irremediable.
Lo van venciendo la edad y sus excesos o, a la postre, una debilidad que resultó congénita y que ahora se convierte en hipocondría mal disimulada o en un malestar crónico.
Advertimos sus incongruencias, sus irracionalidades, esas cosas que dicen, que predican, y que luego no hacen; o al revés: esas metas que se proponían y que incumplen para sorpresa nuestra.
Los adultos son decepcionantes, sí, esos padres nuestros que no están, que nunca estuvieron, a la altura imaginada.
Siempre cabe soñar, incluso, con que hemos sido víctimas de un engaño.
Podemos conjeturar con la convicción de que esos que dicen ser nuestros padres son en realidad unos impostores.
¡Pero si eres clavadito o clavadita a tu papá, pero si tienes su genio o sus manías! Son pruebas palpables de la genética, del linaje.
Es igual. La superchería es perfecta: claro que nos parecemos a esos que dicen ser nuestros progenitores.
Las grandes mentiras y los fraudes perfectos son aquellos hechos con restos de verdades.
¿Y a qué conclusión llegamos? Normalmente aprendemos a vivir con la frustración: la resignada aceptación de que ese padre efectivamente decepcionante por imperfecto es de verdad nuestro padre.
Es duro admitirlo, pero el resultado puede ser liberador (estoy es lo que hay, esto es lo que da de sí la raza).
O puede ser insoportable: ajá, nos resignamos: es nuestro padre pero, qué quieren, parece tener todos los defectos.
En un certamen mundial de paternidades imperfectas, éste se llevaría el máximo galardón. O, peor aún, quedaría el segundo.
En ambos casos, de grado o por fuerza, aprendemos a frustrarnos, a tolerar la decepción, pues tampoco nosotros, estos nuevos adultos, estos nuevos padres, somos gran cosa.
Bien es verdad que a veces nos engañamos con ganas para así creernos mejores. Pero los tropiezos que tenemos o que tengamos nos harán apearnos.
También somos varones decepcionantes para nuestros hijos y para nosotros mismos. ¿Y en esto consistían las promesas infantiles de omnipotencia?
Qué equivocados estábamos: tropezamos perezosa o enérgicamente con las cosas que no sabemos hacer, con las metas que jamás alcanzaremos.
Por eso se nos verá como padres lamentables o avasalladores o poco fiables o torpes. Vaya hombres.
Dado que a ojos de los demás siempre recaemos en los mismos vicios o cometemos las mismas faltas, dado que el presente siempre nos muestra derrotados o mal acabados, entonces algunos hijos de entonces o de ahora encuentran una solución manejable.
¿Cuál? Escribir sobre ellos, relatarse un pasado, rehacer los años pretéritos. ¿Acaso con una identidad mejorada o con unas gestas memorables?
En las autobiografías falsas se hacen desaparecer las mezquindades, las torpezas o una vida calamitosa.
En las novelas verdaderas, ese pasado y el padre vuelven verosímiles, creíbles, bien defectuosos y humanos.
Elvira Lindo ha escrito una novela verdadera, no una autobiografía falsa. Se titula A corazón abierto (2020).

Ilustración de Cubierta: Miguel Sánchez Lindo.
Tiene dotes excepcionales como narradora. Domina como nadie el arte de contar para así hacerse creer y querer. Con ternura y con dureza.
Sus novelas, sus diarios, sus crónicas o reportajes revelan autenticidad. Aunque le aplique el filtro de la ficción, el resultado es siempre el de una prosa transparente, con mucha energía emocional.
Cuidado con la autenticidad y cuidado con la energía emocional, que Elvira Lindo es mucho más que eso.
La autora se salva de esas virtudes que pueden ser vicios. En su obra, la cosa no acaba ahí, en esos rasgos. Ni mucho menos.
Cuando escribe…, investiga, hace pesquisas sobre hechos y caracteres, personas reales o remotamente reales que acaban convertidas en personajes de hechuras ficticias.
Cuando escribe bien pronto se pregunta por lo que bulle sin forma literaria. Elvira Lindo da esa forma a lo que son historias cotidianas y hasta ordinarias.
Ahora bien, una vez aplicado el filtro puramente literario, lo ordinario se convierte en extraordinario. Y lo ordinario son los padres, los reyes son los padres, no hay magia que de ellos proceda y que perdure.
O sí, si sabemos verlos con realismo y ternura. Nos decepcionan tempranamente por previsibles o por imprevisibles, por apocados o por temerarios.
Eso ocurre, por ejemplo, con la figura principal de esta novela, el padre. El Padre que se impone por su físico y por su ánimo, tan desenvueltos.
Son los propios de una figura caprichosa y trabajadora, atrabiliaria y desprendida, protectora y alocada, una figura a la que no frena o no puede frenar una madre tempranamente enferma y muerta.
“Desearía dejarte aquí para siempre, Padre mío, en esta huerta. Quisiera que éste fuera el final de tu viaje, que no recuerdes ni veas más allá de esta tierra, que no te enfrentes al hecho de que tú también fuiste injusto y duro. Lo fuiste, pero ¿cómo no ibas a serlo? Te observo risueño y confiado, habitando al fin el universo de tus tiernos nueve años, tras convivir con la bestia de la guerra, aquella guerra que como bien presentías en tu aprensiva desconfianza no había muerto del todo. Esta tierra debiera ser el territorio en que el transcurren las vidas de los inocentes. No sigas caminando hacia el futuro, Papá”.
No voy a reproducir mas párrafos o citas de ‘A corazón abierto’. No creo que ustedes se merezcan que yo la destripe o la ampute. Léanla.
Si fuera un cursi (cosa que no descarto), diría que su lectura es terapéutica o balsámica. Pero no lo digo. Creo simplemente que su lectura es un placer para quienes somos padres y para quienes somos hijos.
Pero sobre todo es una pieza memorable para quienes aman la literatura familiar, esa tradición que lleva de Iván Turgenev a Alice Munro, pasando por Anton Chéjov o Natalia Ginzburg. Esa tradición repleta de padres e hijos…