Sergio del Molino acaba de publicar un libro, Contra la España vacía (2021). Estoy trabajando en ello. Quiero decir: lo leo anotando, subrayando, glosando.
Aún no he acabado ese volumen.
Como suele ser habitual en estos casos, el autor debe embarcarse y someterse a un plan de promoción y difusión.
Su editorial lo trata bien, como tiene que ser. Por ello recala en distintas ciudades para explicar, comentar, aclarar o enredar lo impreso.
Es un peaje, un lastre, y es un vicio o un gusto secreto o público de los autores.
Que te lleven de aquí a allá, y que te zarandeen con emoción, no es cualquier cosa. Es más, los lectores lo agradecemos.
En principio, lo ya dicho o impreso no debería glosarse por arte del autor, pero no nos engañemos: la industria cultural obliga a ello.
Nada que objetar. Es lo normal y hasta lo deseable. Los libros no se venden solos y hay que darles el empuje que merecen.
Ojalá yo pudiera emprender una ruta promocional subvencionada. Que no lo pueda hacer no me obliga al rencor, al resentimiento, a desechar lo que Del Molino diga, sostenga o aclare o enrede en sus bolos.
Si yo estoy hablando de esto, de la promoción de Contra la España vacía, es porque me interesa todo lo que su autor redacta, incluso esa prosa circunstancial y lúcida que frecuentemente deja en Facebook o Twitter.

En su sintaxis hostil y jovial (ambas cosas a un tiempo) siempre hay una provocación o un destello, una luz. Más luz.
Todo ensayo de Sergio del Molino me interesa. Hace años me lo descubrió —me refiero al autor— Marisa Begué.
Algún colega mío (historiador) me rebajó sus calidades… No te lo perdonaré jamás. Jamás.
Pero ese desprecio me reactivó.
Por otra parte, los elogios que Antonio Muñoz Molina dedicara a La España vacía y, más concretamente, mi lectura de sus obras de ficción o autoficción (novelas, etcétera) me convirtieron en un adicto.
He escrito repetidamente sobre sus libros, los de Sergio del Molino. Con placer y, siempre, con cierto incomodo.
Un autor que sólo nos congracia con lo que pensamos es poca cosa. Es preferible discutir y enervarnos con nuestros literatos, esos que nos procuran placer y trastornos.
A partir de esta operación intelectual y emocional, los lectores nos sentimos recompensados y acicateados.
¿Ello significa que, por fuerza y devoción, coincidimos con lo que Del Molino sostiene en sus obras? No necesariamente.
Eso sí: reconozco en sus páginas la habilidad narrativa, la calidad expositiva y la profundidad imaginativa.
Si a ello añadimos la ironía e incluso el sarcasmo con que Del Molino juzga y abate memeces o, peor, tópicos dañinos sobre España y sus posesiones ¿coloniales?, entonces el placer se incrementa.
Insisto: eso no significa que siempre esté de acuerdo con sus veredictos; tampoco con sus procedimientos. Ahora bien, admito su gracia, su jovialidad y su recia prosa.
Y ahora, si me dejan, vuelvo a la lectura de Contra la España vacía.
No prometo nada.