“Perderse a sí mismo. Si uno se ha encontrado a sí mismo, debe saber perderse de vez en cuando y luego volverse a encontrar”, dice Friedrich Nietzsche en El caminante y su sombra (1879).
Hay que saber perderse para poder captar lo que a uno le es ajeno. Si no nos perdemos de cuando en cuando, viviremos en un ensimismamiento infértil.
Pero hay que saber volver. Hay que poder regresar para no acabar en el delirio.
En esas cosas estaba y pensaba cuando, hace meses conseguí hacerme con el ejemplar de un libro bello y profundo.
Es un volumen que ha estado esperando su turno. Me impuse un freno: el de no leerlo deprisa o a destiempo. Justamente esta obra merece demora.
Fue en septiembre de 2021 cuando cayó en mis manos. Y ello fue posible gracias a la amabilidad del editor, Alberto Haller y de la autora, Fiona Songel.
Coincidimos en una librería (¿dónde si no?). Estábamos en una circunstancia ajena y, sin embargo, ambos encontraron el momento de regalarme una pieza de orfebrería, una exquisitez.
Sabían de mis intereses y tuvieron la gentileza de obsequiarme con este libro de formato pequeño, con esta obra mayor.
Hablaba antes de orfebrería y exquisitez y no creo exagerar. Se justifican estos calificativos por el mucho cuidado que tanto Fiona Songel como Alberto Haller han puesto en este volumen.
Se titula El arte de leer las calles (2021) Es un tratado minucioso y minúsculo sobre la figura del flâneur a partir de las observaciones de Walter Benjamin. O, dicho en otros términos, sobre la figura del paseante, de un cierto tiempo de paseante…

El observador ocioso, el dandy, el diletante, el caminante burgués que se desplaza sin un plan fijado de antemano, sin un proyecto férreamente establecido. Ése es el flâneur.
El volumen cuenta con un prólogo imprescindible de Anacleto Ferrer. No es invasivo. Invita. Le saca hondura a las reflexiones de Fiona Songel, hondura que no contradice la letra, la literalidad, de la autora.
La autora, precisamente, sigue la tradición de Michel de Montaigne: aunque este gran prosista le sea muy distante. Ya el Señor de la Montaña defendió el paseo, el caminar, la observación.
Muchos siglos después, el flâneur es quien sigue el precepto de Achille-Cléophas Flaubert, aquel precepto que el padre diera a su aventajado hijo, el autor de La educación sentimental.
“Aprovecha el viaje”, advierte Achille-Cléophas a Gustave. Aprovecha esa circunstancia para abrirte. Y sobre todo —añade— “acuérdate de tu amigo Montaigne, que quiere que se viaje para dar cuenta principalmente de los humores de las naciones y de sus costumbres”.
Es decir, que Achille-Cléophas quiere que su vástago observe o se pasee para dejarse impresionar, para dejarse inquietar por lo extraño o lo diferente o lo impresvisto.
Y concluye Achille-Cléophas: debemos viajar, pasear y observar “para frotar y limar nuestro cerebro con el de otro”.
No hay consejo y encomienda mejores. No se trata de confirmar lo que ya se sabe. No se trata de corroborar las ideas o prejuicios que acarreamos.
De lo que se trata es de abrirse, de rozarse, de chocar con otros de modo que de la frotación salten chispas. Son dos cuerpos ajenos. O son dos cerebros diferentes.
Al rozar y limar el cerebro propio con el de otro, saltarán pavesas. Habrá fuego, brillo, una energía que no existía. Al menos no en esos términos.
Y Achille-Cléophas acaba su recomendación a Gustave: “mira, observa y toma apuntes”. Tomar apuntes, casi automáticamente, en efecto. Registrar lo que hay, lo que sorprende, lo que incomoda o no casa.
En realidad, no hay una observación sistemática, de conjunto. Hay una percepción segmentada, rota o en pedazos. Como el ‘trapero de la modernidad’, que recoge lo sobrante, lo excedente.
Fiona Songel nos lo recuerda con finura una y otra vez. O así al menos lo he sentido yo. La calle está repleta, atestada de gentes que caminan con mucho apresuramiento.
El flâneur pasea, no ‘odiosamente’, sino ociosamente: los otros no son el infierno, sino las multitudes (al modo de Poe) con las que tropezamos. El flâneur avanza zigzagueando, sin prisa, con un ritmo curioso y lento.
Es un modo de asentarse en el mundo mientras se pasea, mientras se practica el nomadismo urbano. Es una manera de reafirmar la mirada sin que la observación sea mera corroboración. Ser un objetivo: como meta y como cámara.
Estas lecciones y otras enseñanzas de autores ajenos y de experiencias propias las aprendió Walter Benjamin en Berlín y en París… Y ese patrimonio inmaterial lo reconstruye con mucho aprovechamiento y elegancia Fiona Songel.