Es difícil hacernos entender.
Me refiero a quienes tenemos ya una cierta edad y por tanto acumulamos recuerdos y experiencias que no son necesariamente los recuerdos y las experiencias que interesan a los más jóvenes.
A quienes en España vivimos con esperanza y optimismo la transición política a la democracia nos resulta difícil explicarnos.
En primer lugar, porque las circunstancias son muy distintas y porque lo posible y lo probable hoy se miden con diverso rasero. No es facil hacernos entender, pero tenemos que intentarlo.
Permítaseme una acotación personal.
En 1976, hace más de cuatro décadas, toda mi vida había transcurrido bajo el régimen franquista.
Yo tenía diecisiete años, ni siquiera alcanzaba la mayoría de edad, y mi experiencia era alicorta.
Todo en mi vida se reducía a una España regida por una dictadura, una autocracia envejecida, de origen y curso represivos y arbitrarios.
En 1976, muchos jovencitos avizorábamos la ocasión. Cabía la posibilidad de equipararnos a Europa. Veníamos de un régimen ilegítimo.
Por lo que parece, a muchos jóvenes de hoy en día les resulta difícil aceptar el producto de esa transición hacia la democracia.
Al fin y al cabo, aquella salida política era igualmente alicorta. No tenía la épica sublime de los grandes cataclismos históricos.
Tras el salazarismo, la dictadura castiza que padeció, Portugal emprendía el incierto camino de la revolución, con un lirismo memorable.
En cambio, aquí, en la España gris de entonces, no había canciones revolucionarias, ni himnos, ni tanques del pueblo circulando por las grandes avenidas.
Las grandes avenidas parecían obturadas.
En España, la meta era mucho más modesta, menos egregia. Es más: ni siquiera el antifranquismo tenía hazaña trepidante que nos salvara.
Por ejemplo, para quienes leíamos Triunfo, Cuadernos para el diálogo o Cambio 16 nos conformábamos con libertad de prensa.
Nos conformábamos con aclimatarnos a Europa. Con derechos, con un sistema parlamentario basado en el sufragio universal, con el multipartidismo.
Es decir, aceptábamos una representación basada en intereses e ideologías, unas Cortes sin corporativismo, sin estamentos, sin Movimiento: una democracia inorgánica.
Hoy, sin embargo, resulta difícil hacernos entender. Hacernos entender, ¿qué cosa?
Pues que un régimen parlamentario pudiera implantarse sin épica, sin una ruptura popular y masiva.
Que una democracia pudiera lograrse sin un pronunciamiento.
Que las libertades las alcanzáramos sin desalojar al dictador, sin eliminar rápidamente las estructuras e instituciones opresivas.
Que don Juan Carlos apareciera como piloto del cambio.

Ni el antifranquismo era una oposición suficientemente sólida ni multitudinaria; ni el refomismo franquista era la vía natural u obvia para salir de un sistema tiránico y anquilosado.
Cuarenta años de dictadura dejan un tejido social entreverado y las responsabilidades y culpabilidades bien repartidas, pero no igualmente repartidas.
Un Estado, por represivo y corrupto que sea, no se desmonta sin grave riesgo. Más aún cuando tenemos a una población adaptada de grado o la fuerza.
No había una multitud heroica que derribara al dictador.
El pacto, el convenio y el consenso fueron los trámites y los procedimientos de esa experiencia.
La banda sonora era la de las amenazas ultras: el ruido de sables y un terrorismo de alta intensidad.
Los personajes del drama, que no tenían un temple especial ni eran héroes de una pieza, actuaron deseosos de llegar a acuerdos.
Aquello no tuvo nada de sublime, ya digo. Nada de grandioso, pero fue una solución aceptable para un país tradicionalmente bronco.
Era una salida efectivamente posible para una España muy lastimada, con heridas y hostilidades, con llagas y reproches bien justificados.
Seguramente hoy los logros se dan por hechos y sus beneficiosos efectos como inevitables y escasos. Pero no hay determinismo alguno ni fatalidad.
La democracia, para algunos alicorta y con deuda originaria, ha sido una dignísima experiencia.
Nos ha permitido vivir en libertad: el español adolescente de entonces, de 1976, ya no ha tenido que sobrevivir con vergüenza.
Ya no ha tenido que malvivir bajo una tiranía y bajo un sello infamante.
Muchos de quienes lo sufríamos como jóvenes debimos hacernos con una cultura política de la que lo ignorábamos todo, con una cultura política que nos estaba vedada.
Aquel proceso democratizador lo seguimos aprendiendo y, sin poder real, lo alentábamos con esperanza.
Salíamos de una larguísima dictadura en la que se habían confundido las instituciones del Estado con el régimen político.
Lo he dicho muchas veces, pero no me arrepiento: desactivar una tiranía era y es obra propia de artificieros.
Resulta complicado que los más jóvenes de hoy en día entiendan las carencias y las ganancias, pero hay que hacer el esfuerzo de explicarlo.
Explicar los logros alcanzados. ¿Qué logros?
Que la democracia se alcanzó en España, con todas sus imperfecciones y limitaciones.
Que era un fruto aceptable tras la desastrosa historia reciente.
Que era el resultado indirecto, alternativo, de una Guerra Civil, con atrocidades sin cuento.
Que era lo contrario a una represión manifiesta y latente, sistemática y, a la vez, arbitraria.
Que era lo opuesto a la presencia asfixiante de los poderes fácticos, del ruido de sables, de la presión de la Iglesia y de la Banca.
Pero hay que entender, además, que la democracia española no era fruto de la impotencia de la oposición.
La historia nos enseña que países de larga tradición liberal (o democrática) tuvieron regímenes mixtos, de adaptaciones circunstanciales.
¿Debemos juzgar lo que se hizo por el presente, por lo que hoy nos pasa, por la desastrosa conducta de algunos de sus protagonistas?
Sin duda, no hay que sacralizar la transición española, pero tampoco hay que caer en el primitivismo, en el adanismo, en el juicio anacrónico. Y en esto aparece o reaparece el rey emérito.
Ando estos días leyendo la biografía que Paul Preston dedicara don Juan Carlos. Me he deleitado con muchos volúmenes del hispanista inglés.
¿Y éste? No creo que me decepcione. Es el libro de un historiador muy sólido y generalmente vilipendiado por la derecha más extrema.
El volumen que estoy leyendo tuvo una primera edición en 2003. La que obra en mi poder es la segunda edición, la correspondiente a 2012.
Tiene, pues, diez años, cuando la conducta lamentable del monarca era ya un secreto a voces.
No sé qué me depararán esas páginas. No lo sé. Pero de Preston siempre espero el relato documentado y levemente irónico de una España que no siempre acaba mal.
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Fotografías de don Juan Carlos, revista Lecturas.