Hoy, martes 10 de enero de 2023 regresamos al Aula de Historia Cultural de la Llibreria Ramon Llull.
Y lo hacemos para examinar a dos figuras literarias y cinematográficas convocadas a este ciclo.
Son dos personajes a los que no pocos dispensamos mucha querencia. Es más: con ambos nos hermanamos a pesar de la fecha de su alumbramiento: 1912.
Han pasado ciento diez años y ahí están y así los vemos: prístinos o maduros, pero sin desaparecer. Uno sigue jovencísimo y el otro, ya está en la crecida de la edad, pues sobrepasa la cincuentena.
Los reencontramos como los dejamos la última vez: aquejados de los males del siglo o, mejor, de los males que arrastra la humanidad desde tiempo inmemorial. Y conscientes o inconscientes de lo que se les viene encima.
Me refiero a Gustav von Aschenbach y a Tadzio. Son dos figuras nacidas de la experiencia y de la imaginación de Thomas Mann (1875-1955) y son, como es archisabido, los protagonistas de La muerte en Venecia (1912).

Inevitablemente, al leer Der Tod in Venedig (1912, La muerte en Venecia), no podemos dejar de pensar en la adaptación cinematográfica que realizará Luchino Visconti muchos años después: Morte a Venezia (1971).
¿Es posible leer aún La muerte en Venecia? ¿O únicamente podemos releerla?
Por supuesto, hay muchas personas que aún no han disfrutado de la novela de Thomas Mann.
¿Por qué razón?
O por falta de tiempo o por desconocimiento; o simplemente por el tema, el relato, el autor, el director, etcétera. Quizá no acaben de despertar interés alguno.
Pues aventúrense.
Cuando digo esto no hay reproche. Lo digo como fortuna: es una suerte descubrir por primera vez esta novela (o su ‘infiel’ adaptación cinematográfica).
¿Qué sentiremos? Pues un efecto semejante al que las grandes experiencias nos provocan.
De entrada quizá se nos antoje una historia remota, con unos personajes que no nos son contemporáneos.
Tal vez confirmemos que las preocupaciones de Aschenbach o Tadzio ya no son las nuestras, y, sobre todo, que ambos existen en una circunstancia en la que nosotros ya no vivimos.
Pues si pensamos eso así, en esos términos, somos víctimas de un espejismo.
Sus preocupaciones y su contexto no nos son ajenos. Tanto el relato estrictamente formal, con sus artificios narrativos, como el retrato, con sus detalles explícitos e implícitos, son réplicas nuestras.
Lo son aunque hoy nos pasen las cosas de otra manera y aunque nuestros rizos, afeites o indumentarias no sean equivalentes.
La muerte en Venecia es un clásico. Bien pronto adquirió la condición de tal. Eso significa que forma parte del canon literario.
Distintas generaciones han podido leer y volver a leer una obra que conserva suficientes elementos revulsivos, suficientes hondura y liviandad, como para regresar a ella.
Yo la he releído muchas veces. La última relectura la acabé como quien dice ayer mismo. Y es literal. El 9 de enero de 2023 cerraba la última página de esta obra.
Debo decir que sigue conmoviéndome profundamente. Debo decir que sus personajes, Gustav von Aschenbach y Tadzio, forman parte de mis contemporáneos.
Pero, a la vez y a estas alturas, debo decir que siempre llegamos tarde a la novela. En este caso, lo habitual es que seamos o hayamos sido espectadores antes que lectores.
Por eso, al margen de la novela, recordamos a Dick Bogarde cuando encarna a Gustav von Aschenbach en el film de Visconti.
Aún vemos en la pantalla al personaje enamorado, patético y egregio, cayéndole churretes de tinte derretido: es una imagen fija, ya. Un plano detenido.
Qué dramatismo grotesco: qué personaje triste, descentrado, ansioso y vencido.
¿Cómo es posible que Gustav von Aschenbach pueda llegar a ser ridículo o haga el ridículo o se ponga en ridículo?
El protagonista de la novela La muerte en Venecia es un escritor, ese Gustav von Aschenbach que se nos revela al inicio de la historia.
Es un creador alemán ya célebre, asentado e instalado en la cumbre burguesa de su gloria. Clásico, normativo, contenido.
Eso le hace ser conservador en las formas y en las ideas, dedicado exclusivamente a cultivar el arte propiamente clásico.
¿El arte por el arte?
Un día sale a la calle. Comienza el mes de mayo. Tras varias semanas de humedad y frío, el ambiente mejora, quedando “un tiempo falsamente estival”.
Aschenbach se deja llevar por esa sugestión, que lo conmueve hondamente. La impresión perdura.
Algo le impulsa a viajar al sur (¿pasional y selvático?). Algo le fuerza a abandonar su ciudad para establecerse final y provisionalmente en Venecia.
Es el sur accesible y es uno de los destinos del Grand Tour. En la ciudad busca relajación y también expansión, paz, algo que amortigüe la exaltación o active su genio.
¿Es así?
Venecia es el arte, la belleza, pero también es la putrefacción, la derrota de lo elevado y espiritual.
De aquella urbe se apoderan los calores, las humedades y el cólera; triunfan lo orgánico y lo que corrompe y se corrompe.
Allí, Aschenbach se enamora platónica y ridículamente de Tadzio. ¿Ridículamente? ¿Quiénes somos nosotros para juzgar así al artista burgués?
¿De quién se enamora?
En palabras del narrador, de un efebo de catorce años, un jovencito polaco que lo trastorna con su sola presencia.
Ambos coinciden en un mismo hotel, un establecimiento en el que uno y otro (con su familia) se alojan.
Poco a poco, el delirante amor que el artista siente por el muchachito aumenta, se hincha.
Y con ese sentimiento crecen también el patetismo y lo ridículo, la degradación, que parece inevitable y morbosa: crecen conforme se extiende la invasión del cólera en la ciudad.
¿Qué sucederá?
Debo callar aquí.
Aparte de volver a disfrutar de esta y de otras obras de Thomas Mann también he leído y releído una parte de la literatura que la prolonga o la parasita.
¿Se imaginan? ¿Una pandemia, cosa del pasado? ¿La belleza o el amor platónico, antiguallas?